Poema dedicado a Juan Carlos Rodríguez: "Simpatía para el diablo" (Ángeles Mora)

Imaginando
que un tren habrá llegado a su destino
-ese tren que te acerca-
que en el andén, sobresaltados,
tus ojos se espabilan,
el reloj se impacienta.

O así me lo imagino:
que un taxi llega siempre al amor mío
-cada hora te acerca-
que tus besos encuentran el balcón,
mi vestido te anuncia,
el corazón se alerta.

Quiero decir, sabiendo
que cruzaste la calle,
que el ascensor te reconoce
-y el giro de la llave-
que los zapatos te abandonan,
que tu camisa ha visto
el último botón de mi camisa.

Y dando por supuesto
que en la alfombra se aplasta un cigarrillo
sobre una quemadura irreparable...

Mira que eres desastre.

(Fuente: 'La canción del olvido', ed. Diputación de Granada, colección "Libros de Bolsillo", 1985)

Juan Carlos Rodríguez: La mirada de la moda. La fabricación de la moda y la fabricación del "gusto"


Aunque si queremos hablar de la moda en la coyuntura actual quizá deberíamos comenzar tratando de explicarnos otra cuestión un tanto inesperada: en general, la moda es, por supuesto, un valor simbólico, estético y todo lo que se quiera al respecto, pero la moda es, ante todo, un negocio. Es obvio que mueve miles de millones en las bolsas y los mercados de todo el mundo. Desde que el algodón o la seda o cualquier textura artificial llegan hasta las portadas de las revistas o a las pasarelas televisadas, el proceso de producción parece infinito. Sólo que con una escala intermedia básica: la empresa o la trama industrial donde en realidad se fabrica la moda. Y aquí la sorpresa: las empresas donde se fabrica la moda, sobre todo la moda "Prêt-à-porter", no son empresas como las otras. Este rasgo se resaltaba en el título de un libro muy sugestivo: Des enterprises pas comme les autres. Benetton en Italie, Le sentier à Paris (Publisud, París, 1993). El libro está escrito por M. Lazzarato, Y. Moulier-Boutang, A. Negri y G. Santilli. Lo sintomático de estas empresas es que llevan al extremo una serie de procedimientos que supongo que hoy ya significa un hecho generalizado: habría que analizarlo en concreto en España, por ejemplo en el caso de Zara, convertida ahora en la multinacional Inditex (considerada una de las tres grandes del sector de la moda, junto a la sueca H&M y la americana GAP). Quiero decir las características propias del funcionamiento del posfordismo y del postaylorismo, algo generalizado, por lo demás, tras el resquebrajamiento del modelo clásico industrial en USA. El posfordismo supondría la no-centralización y la no-regulación directa del trabajo; y el postaylorismo significaría el no-control sobre el consumo pero quizá sí un cierto control sobre el dispararse inopinado de los precios, algo fundamental en el terreno de la moda masiva. Las cuestiones decisivas en estas empresas no como las otras (pero que señalan el camino a seguir para las otras) suponen ante todo una prueba palpable de algo que siempre he defendido: el carácter no-sustancial del mercado. Si he planteado una y otra vez el carácter no esencialista de la literatura o el carácter no sustantivo de la filosofía, del mismo modo he señalado el carácter no sustancial ni mágico el mercado capitalista. El mercado capitalista no es autorregulador ni soluciona por sí mismo ningún problema. El mercado es sólo una cuestión relacional, transaccional, el concentrado e la explotación y de su expresión competitiva. En este sentido empresas tan simbólicas como la italiana Benetton y la parisina Le sentier (El sendero) se podrían definir a través de una serie de características básicas, que resumo hasta el extremo:

1) Aunque residan en los llamados espacios industriales urbanos, en realidad su funcionamiento es completamente descentralizado y desterritorializado. Y ello en tanto que se basan en el trabajo invisible y en el trabajo inmaterial.

2) El trabajo invisible podría distribuirse en torno a tres factores básicos, los que se suelen fundir en lo que llamamos también "economía subterránea" o "sumergida". En suma, por un lado la reapropiación del trabajo de las pequeñas empresas y/o del artesanado tradicional (sobre este problema ha escrito Saramago su novela 'La caverna'), por otro lado -y esto es lo decisivo- el trabajo de los inmigrantes más o menos ilegales, los que no pueden tener voz sino sólo expulsión o salida; y por último el trabajo externo, el del sudeste asiático o el de ciertos sectores de Latinoamérica. En realidad estos tres elementos (el artesano, el inmigrante y el foráneo) son tres ejes claves de las externalidades del mercado capitalista propiamente dicho y de la mentira de su sustantividad. La internalidad de la explotación de los propios trabajadores, desde el más especializado al menos, es algo que se da por supuesto ("exprimir el limón" es la consigna). Pero con el descentramiento y la externalidad no se trata de retrotraernos a una época anterior al mercado del capitalismo pleno (retrotraernos, por ejemplo, a la época gremial) sino de plantearnos las cuestiones en su mismo carácter contradictorio: las externalidades y los modos de transacción de estas empresas de la moda, a través del trabajo invisible (o sea, de la explotación al máximo) no sólo desmontan el imaginario sustantivismo del mercado capitalista sino que deshuesan a éste en toda su desnudez. Para hablar del viejo ejemplo del "Rey desnudo", pero al revés, diremos que sólo para el que no quiere verlo este mercado de la moda (como el mercado en general) siempre está desnudo; mientras que en realidad, y muy al contrario, siempre va vestido por su explotación aparentemente invisible. Desde tal perspectiva las empresas de la moda son magníficamente espeluznantes.

3) Pero junto al trabajo invisible (y sus variantes subterráneas) las empresas de la moda presentan un segundo factor no menos decisivo. Me refiero al llamado trabajo inmaterial. Es decir, la importancia (clarividente en ellas) de la información y la comunicación, algo también fantástico al menos en un sentido: detectar el momento exacto y proyectar el momento exacto del cambio del gusto, o sea, la coyuntura de la oportunidad o inoportunidad del nuevo diseño. La información y la comunicación (en sus diversos lenguajes) producen plusvalía hasta tal punto que la producción y la reproducción se funden: las empresas de la moda, insisto, han sido avanzadas en gran medida respecto al mercado capitalista actual. Para las empresas de la moda no sólo el 'time is money' funciona como en ningún otro sitio (la moda es el cálculo del cambio de tiempo y de lugar del "gusto") sino que, en ese proceso de trabajo inmaterial, el eslogan se plastifica: 'the design is money'. De ahí la dicotomía entre la percepción de un posible cambio de gusto y la necesidad de un nuevo diseño del gusto, algo que se corresponde con la dicotomía de una imagen de lectura tan clara como la que se puede apreciar en la publicidad de Benetton. Aparentemente la imagen del moribundo del SIDA -su escándalo más famoso- no tiene nada que ver con los colores Benetton, pero se incrusta en su referente real. De una manera oblicuamente genial la obsesión actual por el SIDA se impregna así con su doble increíble: el SIDA coloreado por Benetton (de hecho esta referencialidad indirecta es hoy la clave de cualquier spot publicitario. Un nuevo tipo de lectura y de escritura icónica).

4) La cuestión del mercado no-sustantivo nos presenta a estas empresas de la moda, sin embargo, con una referencialidad directa: la circulación/información de la moda reproduce casi miméticamente el proceso de producción de la moda. Las empresas de la moda se corresponden así en gran medida con lo que exactamente la moda es en tanto que valor simbólica: algo relacional y transaccional. Una cuestión que abarca elementos políticos, jurídicos y sindicales en todo el ámbito social, en toda la vida cotidiana que respiramos sin darnos cuenta. Quiero decir, un tipo de trabajo (o de explotación de la fuerza de trabajo) invisible e inmaterial; esa práctica de lectura y escritura, esa hermenéutica de sentidos que se difuminan pero que permanecen, un proceso, en suma, que actúa directamente sobre el inconsciente ideológico y su poder simbólico. Desdoblar, con un fundido en negro, la obsesión por el SIDA y la obsesión por los colores de moda, puede resultarnos repugnante, pero el valor simbólico de la moda Benetton ya nos ha pigmentado la piel. Sólo que nos queda por resolver el último eje decisivo: ¿quién sostiene a tales empresas? Evidentemente el capital financiero, que es quien las ancla en el mercado capitalista, pero con una salvedad obvia: su propia diversificación y descentralización es ya una barrera que las puede librar de cualquier quiebra financiera, de cualquier eventualidad a la baja de la Bolsa.

Obviamente el capital vive tan por su cuenta y tan despersonalizado que se necesitan miles de habilidades prestidigitadoras para intentar controlar su tendencia inevitable hacia el alza o la baja e beneficios. Su tendencialidad es lo que estas empresas de la moda intentaron controlar a su pequeña escala.

Pero hay otra verdad que se ha señalado muchas veces y a la que no se le ha dado demasiada importancia. Este tipo de empresas (que en los años ochenta aún no eran como las otras y que hoy son modelo para las otras) tienen un último carácter distintivo. Son en realidad no sólo una versión ampliada de la nueva forma de mercado, de esa transaccionalidad entre circulación e información para diseñar el gusto, sino a la vez, con ello y por ello, son producto de la habilísima reabsorción pro parte del capitalismo de las derrotas de los trabajadores en las luchas de los años sesenta y setenta. Unas luchas producidas por múltiples instancias pero que acabaron por estallar con la última gran crisis del capitalismo occidental a través de la crisis de las materias primas y sobre todo del petróleo, algo que amenazó todo el sistema político/económico existente a partir del año 73 (o en cualquiera de sus alrededores). De ahí, de esa reabsorción de la derrota de los trabajadores, provienen la ramificación y la descentralización de Benetton o de Le Sentier. Ambas concebidas como un entramado de cooperativas, de reincorporación al trabajo activo de los que habían proclamado su rechazo al trabajo explotador, el supuesto paternalismo respecto a los emigrantes fuera de cualquier código regulador, la no menos supuesta presencia real de los trabajadores "inmateriales" (los jóvenes diseñadores, por ejemplo) y la correlación continua entre 'exite' y 'voice', entre la expulsión y la participación. De modo que estas empresas de la moda masiva, modélicas para la mayoría del capitalismo actual de avanzada, suponen un modelo sutilísimo de "progresar" en el interior de la explotación. Así sobre todo el carácter "informal" (es decir, la inestabilidad continua y la indefensión de los trabajadores) a través del "mercado libre" de contratistas, de la ausencia de cláusulas sociales y de sindicación, y en especial, como indicamos, la diseminación del trabajo -hoy generalizada en cualquier sector- a partir de los llamados 'sweatshops' o talleres de sudor, desde América Latina a Asia.

Sólo que puede imaginarse sin dificultad que existe otro matiz, que también hay algo que especifica a las empresas de la moda: precisamente el carácter peculiar de su mercancía. Habíamos señalado antes que desde el algodón o la seda, que desde el nylon o el plástico o cualquier otra textura artificial, hasta la portada de Vogue por ejemplo, había un camino inmenso. Pero el final de ese camino es obvio: se trata de hacer desaparecer de inmediato la mercancía producida.

Lógicamente sólo he puntuado alguno de los recorridos de ese camino en el interludio de sus vericuetos, en el lugar de las empresas de la moda. Y repito que no es más que un esbozo o un esquema. Puesto que también hemos señalado la necesidad de las empresas de captar el gusto o el cambio de gusto en el momento exacto para determinar un gusto nuevo. La importancia de la posmodernidad capitalista otorgó al culto al cuerpo y a las superficies vitales es algo que ha determinado básicamente el circuito maquínico/robótico de la circulación y la información e gustos y deseos. La anorexia y la bulimia no son bromas, son realidades brutales, algo que pasa de la neurosis al trauma y la angustia. Y no se trata sólo del cuerpo. Las industrias de la moda nos muestran hasta qué punto nuestro tiempo capitalista es el tiempo del "sprint", del fulgor y de la desaparición. La rapidez increíble para captar y construir el gusto determina todo el espacio de la moda.

- II.

Claro que aquí tenemos que vérnoslas con el hecho de lo que podemos entender por gusto y por cambio de gusto. Hemos dicho que la mercancía genera su propio fetichismo y que el deseo se fabrica. Obviamente esto supone que fetichismo y deseo tienen que estar imbricados desde-ya-siempre. El deseo es lo que nos atrae hacia un algo que uno fetichiza y que a su vez nos fetichiza. Un Ferrari rojo o una casa en la playa pueden ser una obsesión imposible o posible: pero desde luego la fetichización implica dedicar a eso la vida o al menos parte de la vida. En el prêt-à-porter de la moda lo que se desea, decíamos, es "estar al día", incorporarse al modelo visible. Se interioriza la norma y hay que introducirse en ella. Existe una sintomática relación dialéctica entre el deseo flotante y las empresas que se dedican a cazar lo que se lleva (de ahí que sus empleados sean chicos y chicas jóvenes que husmean por las calles y los campus: los coolhunters), empresas como Future Concept Lab o Youth Intelligence. E incluso el Departamento de moda de la Universidad Bocconi en Italia, o la más veterana Brain Reserve que trabaja desde 1974. Chanel, Calvin Klein, Coca-Cola, Mc Donald's o Nike son evidentemente algunas de las marcas básicas que figuran como clientes de estas empresas creadoras del imaginario corporal. En este sentido apabullante resulta obvio que la moda juega, pues, con lo que se ha llamado "dispositivo social del deseo". El término me parece adecuado, pero tiene una pequeña fisura: parece que la Norma o el Modelo -y nunca mejor dicho- es anterior o exterior al individuo (1). Algo así como lo que la metafísica burguesa clásica llamaba la relación entre el Sujeto y el Sistema. Aunque se admita que somos sujetos fragmentados o segmentados parecería que lo fuéramos por la coacción o imposición de la Norma, por la necesidad de incorporarnos al Modelo. Esto no ocurre exactamente así, a pesar de las apariencias. La relación sujeto/sistema no existe (hablando en estricto) sino más bien como una permeabilidad esponjosa. Por una razón obvia: lo que se llama norma o modelo no es más que lo visible del inconsciente invisible que nos atrapa siempre por debajo. Por eso, aunque no descargo el término de dispositivo social del deseo, prefiero hablar de "atrapamiento ideológico de la libido". El inconsciente ideológico atrapa a nuestro inconsciente libidinal y lo configura y lo arrastra hacia un imaginario determinado: no se sueña con cualquier cosa sino a través de las imágenes concretas que conforman nuestra vida (se reconozcan o no). Dado que el fetiche máximo que generan las relaciones capitalistas (y sin el cual no pueden funcionar) es la imagen del "yo soy libre" resulta evidente que este es el mecanismo que configura en concreto el deseo de cualquier yo: también el deseo del yo de la moda. Es el deseo último que describió Freud: el narcisismo libidinal, la libido individualizante. En suma, el imaginario del "yo soy libre para elegir mi moda".

El inconsciente ideológico del yo soy libre (digamos: la norma social) es el que nos configura, el que nos abre el camino para expresar el narcisismo del yo, incluso para configurar el "deseo es moda". De manera que la fórmula "sujeto libre + narcisismo libidinal" abarca todo el entramado ideológico de nuestro mundo diario y por consiguiente nuestro imaginario corporal de la moda. Es el verdadero espejo en que nos probamos la ropa, es decir, el espejo en que nos reconocemos como dobles de nosotros mismos. La representación de una individualidad auténtica no menos imaginaria.

Puesto que si la libido narcisista del "yo soy libre" es siempre corporal, el mercado de la moda tendrá que estar marcado desde el principio por esas señales inevitables que son las que tratan de alcanzar los cazadores de la moda. Es decir, satisfacer la imagen del cuerpo en sí como libre y mejor en la imagen del espejo. Que nuestro doble nos reconozca y que nos reconozcamos en nuestro doble, ese es el verdadero espejo del mecanismo del deseo y del gusto de la moda.

Si aceptamos que la ideología dominante "sabe" lo que todo el mundo quiere (porque ha construido el "yo soy" de todo el mundo) ello significa que ese mismo inconsciente dominante lo que sabe es el camino y la configuración del deseo que él mismo ha fabricado y que produce y reproduce una y otra vez. Como sin embargo siempre hay fisuras y contradicciones entre el yo y el yo soy libre, el mercado tiene que tener en cuenta las huellas que van dejando esas contradicciones y captarlas o cazarlas en el momento justo para poder generar un nuevo matiz del imaginario corporal hacia la moda, variar la gama de colores en los caminos por los que el deseo puede deslizarse hasta configurar una nueva norma que anunciará su propia ruptura, etc.

Pues, en efecto, aquí radica la segunda clave. Las fisuras -o las rupturas o las resistencias- provienen por supuesto desde el lado oscuro del yo. El deseo siempre es flotante y a veces chirría frente al objeto concreto. Por otro lado el necesario interclasismo y la omnisexualización de la moda chocan de inmediato con los ámbitos sociales más explotados: los trabajadores asalariados, los inmigrantes, y, aunque parezca mentira, el problema de las mujeres de las clases bajas que intentan incorporarse al modelo de mujer impuesto desde arriba. Cuando estos chirridos se aferran al cuerpo de la mujer (pero también hoy al del hombre) se constituye un algo que "disfunciona" dentro de la norma: a ese algo es a lo que solemos llamar neurosis, traumas, angustias, anorexias y bulimias, etc. Es obvio que cuando la miseria psicofísica, sea moral o corporal, no puede interiorizar el modelo (más exacto: no puede incorporarse a un modelo que ya lleva interiorizado), se produce un disfuncionamiento inevitable, un hueco entre el cuerpo y la mente, una rasgadura en el espejo del yo, que puede llegar a convertirse en neurótica o incluso en psicótica. La cuestión de la anorexia juvenil, decíamos, se ha convertido en una enfermedad tremendamente seria, precisamente por la ansiedad inscrita en el deseo de incorporarse a un modelo imaginario que está interiorizado pero que no se considera realizado jamás. Lo cual por otra parte no es más que otro desdoblamiento de la norma o del espejo: el fetichismo que general el propio mercado no es otra cosa que miseria moral, dado que fetichiza precisamente una libertad imposible o corroída hasta los tuétanos. Cuando se nos señala que el capitalismo se ha vuelto loco o que el mercado es salvaje, etc. (o que nos está volviendo locos: la esquizofrenia según Deleuze o la paranoia para Jameson) por una vez habrá que estar de acuerdo con el instinto lingüístico común. El poeta Vicente Aleixandre decía que la lengua es justa. Y ello a propósito de "ser joven" o "estar (permanecer) joven". El biologicismo ideológico cobra así un doble aspecto: ya no se trata de un biologicismo racista, sino de un biologicismo que implica a la vez tanto la necesidad de mantener viva la fuerza de trabajo (para ser mejor explotada) como la necesidad estética de construirse a través del imaginario del cuerpo; sólo si eres joven puedes venderte y puedes satisfacerte en la venta. El mercado, que te compra y te produce, te crea así un imposible imaginario del yo: como das la imagen te sientes satisfecho de la explotación (algo que el espejo no te refleja porque sólo refleja la satisfacción del doblo de tu yo). Mirarte es comprobarte. Esta es la satisfacción del deseo del propio cuerpo en tanto que deseo del deseo del otro. La diferencia entre ser y estar era definitiva para el viejo Aleixandre erótico. En este aspecto se puede aceptar que la lengua sea justa: el viejo Aleixandre añoraba su juventud real, su ser joven frente al mantenerse joven.

Pero es que esa obsesión por el permanecer joven, esa obsesión por el ser joven como única manera de ser, es exactamente lo no-justo, el ámbito neurótico de lo imposible que sin embargo recrea una y otra vez el lenguaje del mercado de la moda y del culto al cuerpo en la imaginería capitalista. Una manera fantástica de reglamentar el imaginario erótico bajo la máscara estética que disimula la necesidad de potenciar hasta el máximo la fuerza vital de la fuerza de trabajo. Este biologicismo doble y tortuoso es el que está inscrito de hecho en la faz ambigua de cada poro de la piel del mercado en general y del mercado de la moda en particular. Con el añadido de que aún queda otro resquicio de miseria moral: esa apariencia de juventud casi eterna que se propone una y otra vez en nuestro mundo, es obvio que hoy sólo la pueden conseguir los ricos/as (precisamente los que sólo viven en la faz estética de la no-explotación) mientras que para los que viven en la faz estética de la explotación resulta evidente que cualquier intento por incorporarse a esa norma biologicista básica (que está sin embargo interiorizada) provoca el desquicio y el trauma. Así podíamos recalcar que la lengua no es justa ni injusta, sino que sencillamente señala lo que ella misma es. El propio lenguaje no es de hecho más que otro tipo de producción social y de la circulación de las mercancías en cualquier aspecto. El discurso no es más que una construcción mercantil, y en el caso de la moda (como en el de la estética poética) se nos presentan estos deslices inevitables inscritos en nuestro inconsciente, como en el inconsciente poético e Aleixandre respecto a la diferenciación entre ser/estar joven. Algo imposible no sólo para los explotados sino obviamente incluso para muchos jóvenes cuya explotación es menos visible.

Así como no se puede hablar limpiamente (sería idiota) de un emisor y un receptor del discurso tampoco se puede hablar de un sujeto que produce o que crea la moda y de un receptor al que espera atraer con su moda. El mensaje del lenguaje del gusto, el discurso de la moda y su sistema (como ya lo entrevió Barthes hace años) es algo mucho más turbio y más opaco (2). Nunca se trata de figuras en el vacío, esa marca de moda que vende o ese receptor de la moda que compra. Jamás el emisor y el receptor del discurso, sea cual sea, existen "in nuce", jamás viven en ese vacío autosuficiente. Tanto la marca como el consumidor, tanto quien vende como quien compra, están unidos de antemano por un mismo inconsciente ideológico y/o libidinal. Como ocurría con el teatro español del siglo de Oro, con las películas del Oeste, donde el Séptimo de Caballería siempre llega a punto, como ocurre en los espectáculos musicales, el público de la pasarela, de la moda en general, ya sabe lo que va a ver, a oír, a comprar. El capital constante no cambia, lo que cambia es el capital variable, los simbolismos o los matices, como en las variaciones del jazz. En ese pequeño matiz de la variedad parece radicar el gusto (radicaría incluso la belleza, como decía Lope), y aunque es evidente que lo he hemos llamado el lado oscuro del yo siempre genera fisuras y contradicciones, al final la norma acaba por imponerse.

Y aquí entramos en otra cuestión normativa: el matiz entre el gusto con minúsculas y el Gusto con mayúsculas. Hume, en el siglo XVIII, estableció radicalmente este matiz que apenas se ha sabido apreciar a nivel teórico. El título de su clásica obra: 'The standard of taste' significa exactamente lo que dice, o sea, la norma de gusto y no la norma del gusto, como tan equivocadamente ha solido interpretarse. Y Hume lo señala explícitamente. La norma de gusto significa obviamente la del buen gusto (la de la alta cultura o la de la alta costura), es decir, el gusto que establecen las personas inteligentes y cultivadas, las clases nobles y ricas. Y ese gusto es el que deberá establecerse luego como norma masiva para el gusto social. Sin necesidad de apreciar este matiz clave de Hume, el sociólogo francés P. Bordieu ha anotado algo muy similar a propósito de lo que él llama la Distinción. Las reglas sociales del neoliberalismo capitalista actual obligan a incorporarse a un capital simbólico, lleno de señales y signos decorativos (lo ha señalado también Jameson respecto a la arquitectura norteamericana posmoderna), una serie de líneas que marcan las reglas de la distinción social, pero en el interior del gusto masivo necesariamente interclasista para el mercado. Algo, pues, que crea competencia, esquizo o paranoia, entre los diversos valores simbólicos incluidos en la norma dominante. Esa regla del capital simbólico (del gusto que implica la normalidad o la superioridad social) desplazan o marginalizan evidentemente a quien no puede incorporarse a las reglas. Esto es lo que provoca el fracaso o el trauma de la "percepción auto-individual", de la rasgadura del doble ante el espejo. Lógicamente lo que nadie se pregunta es quién impone las reglas del gusto, y parece que bastara con borrar en apariencia la distancia entre alta y baja cultura, sin notar que siempre se establece una distancia entre el gusto propiamente "respetable" y el gusto masivo. El diálogo de Leopardi entre la moda y la muerte, el intento de Nietzsche por estetizar la vida acaban por ignorar las verdaderas reglas del mercado, incluido el mercado de la moda. Como el biologicismo ideológico es decisivo en el capitalismo actual, quizá fuera el "antibiologicista" Freud quien mejor nos planteara lo grotesco de esa relación vida/muerte, de esa estética de la explotación en el mercado, a propósito del inolvidable anuncio de una funeraria que Freud asegura haber visto en los Estados Unidos: ¿Para qué vivir si nosotros le podemos enterrar sólo por diez dólares? O de otro modo: ¿Para qué vivir cuando usted está fuera del mercado de la moda?

Como diría Benjamin, toda una alegoría de nuestro mundo (3).

(Notas):

(1) Ya hemos esbozado antes esta cuestión. Pero no importa reincidir en ella pues es la clave de todas las líneas que queremos esbozar aquí: el problema del "yo-soy".

(2) Dos ejemplos básicos: por un lado, la profundización del análisis de la sexualidad femenina (aunque la pregunta de Freud ¿qué desea la mujer? permanezca hoy sin respuesta plena); y por otro lado la inserción del cuerpo en el lenguaje a partir del segundo Wittgenstein. Se supone que, en Inglaterra, el economista Piero Sraffa le habría hecho a Wittgenstein un corte de mangas obsceno, a la napolitana, añadiéndole algo así como, "tradúceme esto a tu lenguaje formal". Sigue suponiéndose que a partir de ahí el místico Wittgenstein -implacable en su primera lógica formal- comprendió que el lenguaje hablaba a través del cuerpo. Quizá por eso Wittgentstein se interesó luego no sólo por la cotidianidad de los "juegos de lenguaje" sino por el habla corporal de los mitos en 'La rama dorada' del antropólogo Frazer.

(3) Soy consciente de que este ensayo -que por supuesto no pretende ser exhaustivo- puede parecer "blando" porque sólo hablo de la violencia del mercado, de la explotación del "yo" y de las "clases", de los dispositivos sociales o del "capitalismo como espiritualidad moral" circulando bajo la producción de subjetividades. Quiero decir, porque no hablo desde la Antropología cultural/esencial (incluso anterior a las subjetividades), el lenguaje hoy de moda. Llevo años señalando que tal Antropología, enmascarada en el vértice del progresismo actual, es el verdadero enemigo de la radical historicidad. En suma, del hecho de que sólo somos producto de la historia y de que cualquier sistema histórico conocido ha sido siempre un sistema de explotación. Pero la escritura de moda es hoy antropológica y se puede observar en antiguos intelectuales de izquierdas ahora desencantados (¿de qué?) como E. Babilvar y su conversión al antropologismo en: 'Nosotros, ¿ciudadanos de Europa?' (Tecnos, Madrid, 2003); en Jean Franco: 'Decadencia y caída de la ciudad letrada' (Debate, Madrid, 2003); o en Néstor García Canclini: 'Consumidores y ciudadanos. Conflictos multiculturales de la globalización' (Grijalbo, México, 1995). Evidentemente todos hablan de lo que "hoy se lleva": nacionalismo/populismo, el "apartheid" de los emigrantes, la violencia callejera, el indigenismo, la naturaleza muerta, el lesbianismo o los gays y los travestidos, la historia como mera narración, la tradición oral, la alta y baja cultura, etc. Claro que todos esos problemas están ahí y restallan, pero lo que de verdad restalla es que eso se trate de explicar a través del conflicto entre Naturaleza y Naturaleza Humana (el capital se desvanece). Y baste un ejemplo en el que coinciden J. Franco y García Canclini. Anota la, por otra parte, magnífica investigadora norteamericana (tras echarle casi toda la culpa del problema "latinoamericano" al ¡Estado Patriarcal!) nada menos que esto: "Para los años noventa estaba claro que la sociedad mexicana ya no estaba dividida según las clases, sino segmentada según el gusto" (op. cit. p. 242); y concluye apoyándose en una cita de García Canclini, quien dice: "Mientras unos siguen a Brahms, Sting y Carlos Fuentes, otros prefieren a Julio Iglesias, Alejandra Guzmán y las telenovelas venezolanas" (id. id.). Si esto es la dureza antropológica habría que decir "continuará en el próximo episodio titulado: Aimez-vous Brahms?". Lo que evidentemente supone, en el fondo, utilizar el lenguaje del consumo y no de la producción. Quiero decir, que ignorar la explotación diaria del "yo" significa ignorar quién fabrica el "gusto en la literatura, la televisibilidad, la moda o la guerra (y por supuesto la violencia del cuerpo travestido o de las ciudades repletas de palidez y miedo). Adiós, pues, como dijo Montaigne, y mis respetos al rigor bibliográfico e informativo de esta "onda" antropológica. Un rigor informativo muy cierto, salvo que apenas explica nada.

Fuente: 'Literatura, moda y erotismo: el deseo', Juan Carlos Rodríguez, Ed. de Asociación para la Investigación & Crítica de la Ideología Literaria en España, Los libros de Octubre. Granada, Noviembre de 2003.

Juan Carlos Rodríguez: "La palabra no es nunca inocente, la poesía es siempre ideológica"

Voy a hablar sólo de dos cosas: de la palabra y de la amistad. Pero no nos confundamos. No estoy aquí por ser amigo de Javier Egea. Nuestra amistad está más cerca y más lejos de todo eso. Quiero decir que se trata solamente de la objetividad real de la poesía. Y que de eso voy a hablar de 'poesía'.

Presentar a un poeta puede ser (sin duda lo es muchas veces) un ejercicio insano, cuando no grotesco, casi de espectáculo de varietés -con todos mis respetos para los espectáculos de varietés.

Pero a veces la presentación puede tener un sentido real: sencillamente 'no comentar', 'no glosar' lo que el poeta ya dice en sus versos. Eso no sirve para nada evidentemente. Repetir lo que el poeta dice no tiene más que este triste destino doble: o bien es que el poema no lo ha dicho (con lo cual el poema es malo) y glosar/suplir los fallos del poema; o bien el poema lo ha dicho (y entonces el poema es bueno), con lo cual el comentario o la glosa se reducen al mero marco del adorno superfluo o a un simple resumen en prosa.

Pero aquí ya aparece un primer matiz importante. El primer desequilibrio: la palabra 'decir'. ¿Qué es lo que 'dice' un poema? ¿Qué significa la frase de que el poeta 'dice' algo bien o mal 'dicho'?

La crítica actual más aparentemente progresista -desde el estructuralismo a la semiótica, desde el psicoanálisis a la lingüística del texto- suele con razón hablar de la inutilidad de la 'glosa', de la 'paráfrasis' o del 'comentario de textos'. Basándose precisamente en el aserto que anunciábamos antes: el poema dice o no dice. El 'comentario' o la glosa serían tan superfluos como los flecos de la alfombra: mero adorno redundante. Y así como el 'comentario' o la glosa, igualmente superfluo el grotesco rito social de la presentación de un poeta o unos poemas, mera variante de lo anterior.

Y sin embargo las cosas son más complicadas. Esa crítica actual lleva razón, sí, sólo que ignora la ideología que la habita. Esta ideología: la creencia en la poesía como verdad directa y literal, verdad que todos pueden entender porque en el fondo la poesía no hace más que hablar del alma humana y el alma humana es igual para todos. Esto es: la poesía como transparencia directa de sí misma, la escritura como verdad más o menos velada de esa última verdad de fondo: el espíritu humano.

Así como se supone que la escritura bíblica es la presencia directa de la palabra de Dios, del espíritu divino, se supone igualmente que la escritura poética es la transparencia directa de la palabra del hombre, del espíritu del autor, del espíritu humano en general.

Por tanto el comentario o la glosa a los poemas serían en el fondo tan superfluos como el sermón dominical del cura que glosa desde el púlpito la escritura. En el fondo nada más que un rito social: religioso (ir a misa los domingos y oír el sermón) o cultural: asistir a una lectura de poemas y escuchar al presentador. En ambos casos un bodrio superfluo que sólo tiene como sentido el de recordatorio: recordar que la verdad y el espíritu existen en la escritura: el espíritu divino en la escritura bíblica y el espíritu humano en la escritura poética.

No voy a explicar aquí por qué, en el fondo, empapada de tal ideología, la crítica actual supuestamente más científica no glosa ni comenta el texto sino que pretende hacerlo "científico": lo descompone en sus elementos, construye modelos casi matemáticos de su estructura, etc. Pero el planteamiento de fondo no varía: el poema dice lo que dice, es transparente y presente en sí mismo, y por tanto sobra toda explicación que no sea extraer sus elementos, materializarlos, hacerlos "científicos", en una palabra: reconstrucción 'en abstracto' de lo que ya está dicho 'en concreto' en el texto. La única diferencia sería ésta: la 'abstracción' del lenguaje crítico -o científico- y la 'concreción' del lenguaje poético. En el fondo, pues, los mismos perros con distintos collares: la crítica actual que critica al comentario, a la glosa, etc. -y con razón- como mera retórica inútil, no se separa ni un ápice sin embargo de la misma ideología de fondo que subyace en el comentario o en la glosa: esto es, la ideología de la poesía como escritura transparente en sí misma, presencia directa de sí misma. De modo que, entre el comentarista o el presentador habitual y el crítico semiótico, etc., no hay más diferencia que la que puede existir entre el curita del sermón dominical y el teólogo sesudo que traduce la escritura al lenguaje abstracto y complicado de la ciencia (o de lo que se supone como tal, claro es).

Me explico enseguida porque no quiero aburrir. Quiero decir tan sólo que me resultan ridículas las presentaciones, pero que las presentaciones -como la crítica- pueden tener un valor auténtico: conseguir aproximarnos al conocimiento objetivo y real de la poesía. Porque la poesía no es transparente ni directa. Ni siquiera 'dice' nada que no sean huellas, rastros, distorsiones, contradicciones, etc. No las huellas o contradicciones de la psicología o el alma de un autor sino las contradicciones y las huellas de una ideología, de un inconsciente ideológico -que el autor vive, naturalmente, pero que también lo vivimos nosotros.

Por tanto he aquí el único valor real de la crítica o la presentación: contribuir al conocimiento objetivo de un texto, de su funcionamiento a la vez consciente e inconsciente.

Por supuesto que la poesía es un trabajo, es una práctica, pero lo es solamente en el terreno de la ideología, del inconsciente cotidiano -o sea, de clase- de todos nosotros: el inconsciente ideológico del sexo, de la política, de la familia, de la moral... o de la propia ideología acerca de lo que sea la escritura poética.

He aquí, pues, el primer desequilibrio: ni glosar ni comentar sino conocer realmente el texto poético. En este caso la poesía de Javier Egea.

El segundo desequilibrio viene a continuación.

Hemos dicho que fundamentalmente la crítica literaria se basa en la ideología de la escritura transparente en sí misma, presencia plena de sí, expresión directa del espíritu de su autor -del espíritu humano y su verdad interna-. Pues bien, ahora vamos a cambiar de tercio: eso mismo es lo que suelen pensar los poetas sobre su propio trabajo. No sólo los poetas "magos" sino también los "técnicos" se creen esto. O sea, no se salen de la imagen de la relación directa entre el autor y la obra, ésta como expresión del espíritu de aquél. La relación, pues, entre el sujeto que escribe y el sentido de lo que escribe, lo que 'su' poesía dice como máscara de él. Así se suelen ofrecer las siguientes variaciones:

- los poetas conformistas que creen sin más en la cultura y creen que escribir poesía es inscribir su espíritu en el mundo de la cultura -con sus normas, sus reglas, etc. La cultura, como la escritura divina, sería, pues, de nuevo algo igualmente directo y transparente en sí mismo;

- los poetas de la palabra maldita: como evasión, como 'marginación', como 'compromiso', etc.: la palabra poética como 'rito social' de nuevo. 'Maldita' siempre por ser distinta a la palabra 'normal', pero cayendo siempre en la misma trampa: ignorar la ideología inconsciente que la habita, que la produce. 'La palabra poética...' He aquí la gran mentira.

Seguir creyendo en la 'palabra poética' supone sin más seguir cayendo en la cárcel de la ideología que nos oprime, que nos exprime.

Ni culturalismo ni evasión ni marginación ni compromiso... A fin de cuentas, qué más da: todos los sermones que los curas dicen cada domingo desde el púlpito pueden igualmente calificarse así: culturalistas, marginales, comprometidos, evasivos, moralistas, meramente formales, etc. Pero todos coinciden en el mismo inconsciente de base: la ideología práctica y ritual de la escritura: la voz donde habita el espíritu de un autor.

Y así ocurrió en efecto en la prehistoria poética de Javier Egea. Sus dos primeros libros lo testimonian: 'Serena luz del viento' y 'A boca de parir', no peores que los de tantos otros poetas jóvenes de su generación: un formalismo técnico, un cierto aire coloquial, una expresión experiencial del propio dolor o amor o alegría o vino, etc.

El mito de la Palabra Poética se cumplía ahí cien por cien. Y sin embargo ustedes van a escuchar hoy a "otro poeta". No un poeta más maduro, no un poeta más evolucionado sino una cosa completa, radicalmente distinta. No 'evolución' sino 'ruptura'. Un poeta situado en un horizonte materialista, un poeta "otro". Que no se mueve ya en la ideología de la 'palabra poética' sino que se mueve en la consciencia de que la palabra no es nunca inocente, que la poesía es siempre ideológica, que la ideología es siempre inconsciente y que el inconsciente no hace otra cosa que trabajarnos y producirnos como explotación y como muerte.

Nadie nos robó el lenguaje. Ahí León Felipe se equivocó. No hay un lenguaje puro a recuperar. Hay sólo el lenguaje podrido de la explotación ideológica que tenemos que 'transformar' para producir otra práctica de la poesía. Por eso los poemas de Javier Egea no nos hablan sino de ese proceso de transformación. Por eso hablan siempre de la muerte, pero para transformarla en vida. Al final de ese duro, penoso, larguísimo proceso de transformación, de ruptura (biográfica, ideológica, poética y política), Javier Egea se encerró en un pequeño pueblo de Almería, la Isleta del Moro, y, al regresar, me enseñó un largo poema, 'Troppo Mare'. Lo leí y quedé estupefacto. Hacía meses que no nos veíamos. Comprendí que mi entrañable amigo, mi antiguo compañero de la Agrupación Antonio Gramsci, se había convertido en el poeta que él siempre quiso ser. Había roto al fin con la cárcel del rito y el mito de la palabra poética y había dado el salto a la otra orilla: la poesía como una nueva práctica, como práctica ideológica.

He aquí el drama real, cotidiano, vivido, que Javier Egea nos relata en esta extraordinaria labor de "como si os contara una historia". Sencillamente eso:

'Lo que pueda contaros
es todo lo que sé desde el dolor
y eso nunca se inventa'.

Fuente: 'Como si os contara una historia', texto dicho en el Palacio de la Madraza de Granada a propósito de una lectura poética de Javier Egea, introducción a 'Troppo mare' de Javier Egea, Esdrújula Ediciones, Granada 2017

La revista "Pensar desde abajo" dedica un número a Juan Carlos Rodríguez

“El inconsciente de la libertad. Para y desde Juan Carlos Rodríguez”
Pensar desde abajo 6 (2017)
Revista de pensamiento y cultura
Fundación Andaluza Memoria y Cultura, Sevilla, 2017

Ángeles Mora, Teresa Gómez, Olalla Castro, Constantino Bértolo, Juan José Téllez, Ana Mo-reno, Jairo García Jaramillo, Juan Vida, Juan Antonio Hernández, Francesco Muzzioli, Mal-colm K. Read, Manuel del Pino, José Luis Moreno, David Becerra, Juan García Única, Felipe Alcaraz, Alejandro Arozamena, Juan Caamaño, Justo Navarro, Antonio Jiménez Millán, Álva-ro Salvador, Alejandro Ruiz Morillas, Carlos Enríquez del Árbol.

Veintitres autores de ámbitos distintos (poetas, críticos literarios, pintores, filósofos, políti-cos, editores…) reflexionan, cada uno de su modo particular y en su campo, sobre literatura y marxismo para y desde Juan Carlos Rodríguez. Hablan «para y desde» quién ha puesto al descu-bierto el inconsciente ideológico del sujeto libre que sustenta la explotación capitalista y ha anali-zado como nadie los discursos que se presentan como los más íntimos de ese sujeto libre, los poéticos y los literarios, mostrando su radical historicidad. Se incluyen, además, las dos últimas intervenciones públicas realizadas por Juan Carlos Rodríguez: «Gramsci y la cultura popular», en Córdoba, y «Para leer el Quijote», en Granada.

- Presentación en Granada.

Lunes 30 de octubre de 2017 19:30 horas
Sala Val del Omar de la Biblioteca de Andalucía
C/ Profesor Sainz Cantero, nº 6

Con la participación de:
Ángeles Mora, Teresa Gómez, Olalla Castro, Ana Moreno, Jairo García Jaramillo, Juan Vida, Ma-nuel del Pino, Juan García Única, Felipe Alcaraz, Álvaro Salvador y Carlos Enríquez del Árbol.
Modera: Marisa Ruz (Responsable de Cultura del PCA).

Juan Carlos Rodríguez ha sido una figura fundamental en la teoría literaria contemporánea

Este libro ha de comenzar, por fuerza, dando cuenta de un hueco. Hay aquí una ausencia, presente, sin embargo, en tanto vacío, en tanto oquedad, que tiene que nombrarse. Falta el texto que habría funcionado como prólogo a este libro y que, aun siendo un texto ajeno, iba a ser (es) una parte esencial de mi propia escritura. No solo habría desvelado ese texto ausente los mecanismos ideológicos, filosóficos y literarios de este libro de manera magistral (brillante y a la vez hermosa, de eso estoy segura), sino que habría dialogado, es más, habría discutido vivamente con él. Sin paños calientes, ese texto-agujero habría disentido con mi escritura y, precisamente al señalar sus fallas, sus fisuras, los goznes oxidados que la hacen chirriar, habría actuado como aceite: engrasando, reparando, permitiendo al lector, a la lectora, entrar y salir de este espacio simbólico, convertirlo de verdad en una puerta. Y, después de discutir, de corregir, de señalar los lugares a los que este libro no ha sabido llegar, lo habría comprendido. Lo habría defendido. Lo habría mejorado.

Va siendo hora de nombrar, además, a quien iba a aparecer (o a ocultarse, que la escritura también puede convertirse en una fuga) detrás de ese prólogo condenado a no ser otra cosa que un hueco. Va siendo hora de decir algunas cosas de justicia, como que Juan Carlos Rodríguez, quien habría firmado generosamente ese texto de haber podido hacerlo, ha sido una figura fundamental en la teoría literaria contemporánea, un crítico marxista imprescindible, un intelectual impropio de los tiempos aciagos que vivimos, un ser humano que, probablemente, este mundo mediocre no se merecía. Y yo he tenido la suerte inmensa de leerlo, de escucharlo, de dejar que su palabra viva determinara por completo, no solo mi pensamiento y mi escritura, sino el lugar mismo desde el que decidí que quería mirar / habitar / nombrar el mundo. Huelga decir que Juan Carlos Rodríguez, diga lo que diga su certificado de defunción, está efectivamente en este libro. Por él pulula, en él respira y sobrevive, porque yo me encargué de traer acá sus textos, de mezclarlos de forma recurrente con los míos (tratando inútilmente de confundirlos), porque su pensamiento ha estructurado el mío de forma inevitable. Juan Carlos Rodríguez es una presencia (ahora ausente) de la que no puedo huir (si es que acaso quisiera escapar a su maestría), alguien que me explica, sin el que no sería capaz de interpretarme. Por eso su prólogo, ese texto-agujero que ha dejado huérfano a mi libro, no podía sustituirse por ningún otro texto. Por eso este hueco (doloroso, terrible) tenía que nombrarse.

(Fuente: Nota de la autora en 'Entre-lugares de la Modernidad. Filosofía, literatura y Terceros Espacios', Olalla Castro Hernández, Siglo XXI de España Editores, Madrid 2017)

Maestro y amigo. Jornadas en memoria de Juan Carlos Rodríguez

Jornadas en memoria de Juan Carlos Rodríguez, los días 27 y 28 de septiembre de 2017, en el Aula Magna de la Facultad de Filosofía y Letras de la UGR, organizadas por el Departamento de Literatura Española

Los días 27 y 28 de septiembre de 2017 tendrán lugar en el Aula Magna de la Facultad de Filosofía y Letras las jornadas en memoria del profesor Juan Carlos Rodríguez, uno de los grandes maestros de la Universidad de Granada. Los actos han sido organizados por el Departamento de Literatura Española, con la colaboración del Decanato de la Facultad de Filosofía y Letras, La Madraza-Centro de Cultura Contemporánea de la UGR, y la Cátedra “Federico García Lorca”.

“Cuando está a punto de cumplirse el primer aniversario de su fallecimiento –señalan los organizadores– estas Jornadas académicas intentan rendir homenaje a un profesor inolvidable que alcanzó la excelencia tanto en la actividad docente como en la investigadora y entendió siempre la literatura como una forma de vida. Con esta finalidad se reúnen seis prestigiosos profesores de distintas universidades que hablarán de su amistad con Juan Carlos Rodríguez, abordarán algunos aspectos de su obra o de su pensamiento teórico y tratarán temas tan queridos por él como el “Quijote”. A la vez, la Biblioteca de la Facultad de Filosofía y Letras se sumará a este homenaje exponiendo a la entrada del Aula Magna una amplia selección de las publicaciones de nuestro querido maestro y amigo”.

- Programa.

(Todas las actividades, con entrada libre, hasta completar el aforo, se celebrarán en el Aula Magna de la Facultad de Filosofía y Letras de la UGR)

- Miércoles, 27 de septiembre de 2017.

10:30 h: Presentación.
11:00 h: “El Quijote, la tragicomedia del héroe ambiguo”, Pedro Cerezo Galán.
12:00 h: “Teatro, historia y vida en la actualidad”, José Romera Castillo.
13:00 h: “El parnaso de Cervantes y la épica del escritor pobre”, Pedro Ruiz Pérez.

- Jueves, 28 de septiembre de 2017.

11:00 h: “A propósito de la Generación del 68. Rindiendo cuentas”, Joan Oleza.
12:00 h: “Juan Carlos Rodríguez y el drama burgués”, Jesús Rubio Jiménez.
13:00 h: “Ejército de hormigas en hilera”, Pablo Jauralde.
14:00 h: Clausura.

- Contacto:

Profesor Miguel Ángel García.
Departamento de Literatura Española.
Universidad de Granada.
Tel.: 958243601.
Correo electrónico: garciaga@ugr.es

(Fuente: Jornadas en memoria de Juan Carlos Rodríguez, Canal UGR, 22/09/17)

Juan Carlos Rodríguez, el mejor docente que yo he tenido

Juan Carlos Rodríguez, el mejor docente que yo he tenido en mi vida académica, ha fallecido hace dos horas. Entre la absoluta desolación y la inmensa pena, sólo alcanzo a enviar a Ángeles Mora el abrazo más grande. Se ha ido el hombre machadianamente bueno, se ha ido el espejo de honestidad y decencia en el magisterio, pero quedan sus enseñanzas. Hoy, siento la misma orfandad de Antonio Machado cuando murió Giner de los Ríos. Y como no sé decirlo mejor, me sirvo de don Antonio para buscar consuelo:

Como se fue el maestro,
la luz de esta mañana
me dijo: Van tres días
que mi hermano Francisco no trabaja.
¿Murió?... Sólo sabemos
que se nos fue por una senda clara,
diciéndonos: Hacedme
un duelo de labores y esperanzas.
Sed buenos y no más, sed lo que he sido
entre vosotros: alma.
Vivid, la vida sigue,
los muertos mueren y las sombras pasan;
lleva quien deja y vive el que ha vivido.
¡Yunques, sonad; enmudeced, campanas!

Y hacia otra luz más pura
partió el hermano de la luz del alba,
del sol de los talleres,
el viejo alegre de la vida santa.
...¡Oh, sí!, llevad, amigos,
su cuerpo a la montaña,
a los azules montes
del ancho Guadarrama.
Allí hay barrancos hondos
de pinos verdes donde el viento canta.
Su corazón repose
bajo una encina casta,
en tierra de tomillos, donde juegan
mariposas doradas...

Allí el maestro un día
soñaba un nuevo florecer de España.

Descansa en paz, maestro. En tu mirada honda, llevas nuestro infinito cariño.

(Fuente: Remedios Sánchez, facebook.com/remedios.sanchez, 24/10/16)

Juan Carlos Rodríguez sabía muy bien interrogarse, interrogarnos

No sé exactamente en qué momento de hacia finales de 1997, durante mi primer año de carrera, me di cuenta de que algunos de mis compañeros de clase empezaron a hacer cosas muy raras: subrayaban como locos un volumen naranja de la serie Akal Universitaria de título y prosa tan sesudísimos que nadie hubiera pensado que iba sobre Garcilaso (aunque iba sobre Garcilaso); acudían a la asignatura conocida como Cervantes, en la que en pago de mis pecados por hacer la selectividad en septiembre me quedé sin plaza, con un fervor impropio de aquellos años en los que la primera obligación del estudiante era huir de las aulas, como el primer deber del preso siempre será fugarse; leían, mientras yo me limitaba a subrayar con eficaz desgana el Deyermond, sin que nadie les obligase títulos como El largo adiós de Raymond Chandler; y, por si esto fuera poco, me decían no sé qué cosas acerca de la distinción privado/público de las que no entendía nada, aunque me asegurasen que aquel galimatías estaba relacionado con el Quijote. Lo que sí entendía ya entonces, dentro de mis limitaciones, era que mis compañeros estaban empezando a leerlo todo de una manera diferente, tan intensa y atenta que cualquiera hubiera dicho que les iba la vida en ello.

Como en verdad les iba; como en verdad, según constato ahora, a mí también empezó a irme poco después, cuando por fin me sumé al desfile de los que pasaron por sus multitudinarias clases. Muchos lo recordarán más o menos así: cojeando un tanto, con los tacones golpeando la tarima a un ritmo que con los años llegaba a sonar inconfundible, encendiendo un cigarrillo negro con aire de cine antiguo y conciencia de su travesura (id est, contra la ley), hablando despacio y no muy alto, midiendo bien las pausas, disponiendo el discurso a su voluntad, y, sobre todo, siempre, pero siempre, con el sombrero impecablemente calado. De todas las cuestiones posibles, Juan Carlos Rodríguez sabía muy bien interrogarse –interrogarnos– por la que resultaba básica antes de adentrarse en un problema. «Aquí hay una cuestión básica» fue, de hecho, su muletilla más característica. Y jamás la decía en balde.

Todavía hoy sigo sin explicarme dónde estaba el truco, pero consiguió que muchos nos hiciéramos marxistas leyendo no a Marx sino el Quijote. Regáñenme por ello, si quieren, que en su derecho están, aunque primero concédanme la oportunidad de explicarles que eso, contrariamente a lo que parece, era algo muy serio. Cuando cayó en mis manos La literatura del pobre empecé a intuir que uno no sucumbe ante un maestro por cruzarse con una enciclopedia andante, sino con una pulsión de vida. O mejor dicho: con una forma de vida. Incluso en la distancia intelectual que mediaba entre él y sus alumnos, Juan Carlos Rodríguez me hizo ver muy pronto que en las páginas que escribía se insinuaba no uno, sino muchos programas de trabajo por los cuales merecía la pena vivir como vivimos: «Me gusta trabajar las ideas con las manos», afirmaba en la introducción a ese libro que versaba sobre la novela picaresca, pero que parecía escrito por alguien que se lo había leído todo. Describía, en ese prólogo, en los alrededores de esa frase, el desorden de su escritorio. Yo miro el desorden del mío ahora y me doy cuenta de que ciertos hábitos de vida constituyen su legado intelectual más visible. Si me dan un minuto, se lo describo: sobre mi mesa de trabajo en este momento se acumulan, entre otras cosas, los dos tomos –de segunda mano– de la Historia de la pintura en Italia de Stendhal, editados por la vieja colección Austral; ambos se hallan en extraña vecindad con los Milagros de Nuestra Señora de Berceo, el Libro de Alexandre y la poesía completa del Marqués de Santillana; más allá, pero no demasiado, veo asomar un par de estudios canónicos sobre Góngora, éstos apilados sobre una monografía –me pregunto qué pintará ahí– dedicada a Cándido María Trigueros; no muy lejos tampoco les rondan Umberto Eco y dos volúmenes de William Morris, a uno de los cuales, me temo, aún no le he quitado ni el precinto; en el extremo asoman, me parece, un número de Mercurio y otro de Ínsula; y frente a mí, al alcance de la mano, Entre lo uno y lo diverso de Claudio Guillén, que espera bajo el siempre desafiante Harold Bloom de El canon occidental y la compilación titulada Relatos y poemas para niños de todas las edades. Les aseguro que no me he molestado en llegar siquiera a la mitad del inventario: éste incluye manuales cuya sola mención afearía este texto, cierto libro de historia que ha perdido la camisa, una edición del plano de Madrid de Teixeira y algún cómic de la serie The Sandman. Todo ello sin mencionar las muchas notas de lectura que quizá ya no pueda ni sepa ordenar.

Así las cosas, yo diría que el marxismo que aprendí con Juan Carlos Rodríguez consiste ni más ni menos que en esto: trabajar como un demonio.

Es la única manera que encuentro por el momento de explicar lo que me llevo de mi viejo profesor, autor de una obra cuyas claves no tendría fuerzas ni capacidad de resumir ahora (amén de que Andrés Soria Olmedo ya lo ha hecho razonablemente bien). Como el inventario de mi escritorio, sé de sobra que el de lo que nos deja no podrá nunca estar del todo completo. Juan Carlos Rodríguez presumió siempre de escribir sus libros a partir de sus clases, y en ello anduvo hasta el final, hasta el punto de habérsenos marchado trabajando en un estudio sobre Góngora que nos tenía prometido y que me temo que ya nunca leeremos, aunque seamos muchísimos, tantos como pasamos por sus clases, los que lo vimos escribirlo en voz alta. Si este complicado mundo académico nuestro no nos lo impide, o simplemente si los que estamos en él no nos volvemos todos idiotas, de Juan Carlos Rodríguez tendremos que hablar aún durante mucho tiempo.

Pero de Juan Carlos, simplemente de Juan Carlos, yo me temo que no puedo decir ahora todo lo bueno que se merece por andarme llorándolo todavía. En los últimos años tuve la suerte de contar con su amistad y la de Ángeles, su esposa, mi muy querida Ángeles. Me costó muy poco quererlo, porque Juan Carlos, en la cercanía, era una persona absolutamente entrañable. Los muchos e impagables ratos disfrutados en su compañía ya irán conmigo siempre, razón por la cual no quisiera empañarlos ahora escribiendo jeremiadas. Sí les contaré, en cambio, una anécdota que tal vez no sea del todo generoso por mi parte guardarme.

Mi mujer y yo tuvimos el privilegio de ser dos de las primeras personas en leer el manuscrito de De qué hablamos cuando hablamos de marxismo. Juan Carlos nos lo mostró en una de las muchas ocasiones en que nos reunimos con él y con Ángeles en su casa. Desde hacía algunos años, su ritmo de trabajo era especialmente intenso, como si le apremiara la urgencia. Y yo creo que urgencia, en definitiva, era lo que tenía, pero no precisamente ante la muerte. Porque a Juan Carlos, debo aclararlo, ni le gustaba hablar de la muerte ni tenía el más mínimo sentido que lo hiciese, pues baste decir que cada vez que nos veíamos dejábamos al mundo con un par de botellas de vino menos, lo que significa que hacíamos provisión de un par de motivos más para permanecer en él. No, no era lo suyo ponerse solemne, pero sí devorar con su proverbial inteligencia todos los asuntos que se le pusieran por delante. Muchas veces, me temo, lo escuché lamentarse de la situación de precariedad laboral a la que mi mujer y yo nos hemos acostumbrado. Si lo cuento es sólo para que se entienda que la urgencia de Juan Carlos se debía básicamente a que, como decía parafraseando al Brecht de Galileo Galilei, se era muy consciente de que, en estos momentos de la historia tirando a miserables, no se puede ver por mucho tiempo cómo se deja caer una piedra y decir que no cae. Él no sabía ni quería dejar de examinar la vida ni un minuto.

Y a lo que iba: un buen día salió de su estudio con el dicho manuscrito en un volumen todavía encuadernado en espiral. Tenía esa mirada vidriosa de siempre y se le veía particularmente contento ante la inminente publicación del libro. En un momento dado buscó en una de las primeras páginas y me señaló un párrafo. «Mira esto, Juan», me dijo. Y «esto» resultó ser la respuesta, homenajeada en el libro, que había dado el arquitecto Oscar Niemeyer cuando en cierta entrevista se le preguntó qué es la vida: «Tener una mujer al lado y que sea lo que Dios quiera». Juan Carlos estaba especialmente orgulloso de haber dado con esa joya, que por supuesto no iba a dejar escapar.

Así era él.

(Fuente: "Juan Carlos Rodríguez, una cuestión básica", Juan García Única, Scholé, 26/10/16)

A Juan Carlos Rodríguez (1942-2016) (José Luis Moreno Pestaña)

La definición de los regímenes totalitarios ocupa debates intelectuales y, fundamentalmente, políticos. Hoy lo normal es que el concepto de totalitarismo se invoque sobre todo como reproche desde la derecha hacia la izquierda. Paradójicamente fue un término que nació entre la izquierda, en concreto con aquella que criticó el fascismo y las derivas de la Revolución de Octubre. Una izquierda a la que cabe llamar (tomando el término en sentido muy amplio) trotskysta. Durante la Guerra Fría, sin embargo, aparece un personaje ideológico nuevo: el excomunista, aquel que se encuentra de vuelta de los horrores de su primera fe y se consagra, noche y día, a denunciarla por doquier, incluso entre aquellos que no la profesan; o que la profesan de otro modo a como lo hizo él. Isaac Deustcher, el legendario historiador marxista, escribió con gracia que la lucha final sería entre comunistas y excomunistas y no tanto entre comunistas y capitalistas.

Sobre todo eso Enzo Traverso nos dejó una notable compilación y un excelente estudio introductorio en Le totalitarisme. Le XX siècle en débat (París, Seuil, 2001). Este personaje, el arrepentido del totalitarismo de izquierdas, ha tenido un largo recorrido y casi puede decirse que desde su nacimiento, cada generación nos regala una fracción en sus cohortes intelectuales. Siempre es una fracción que transita de una fe ridícula, fanática y sectaria en el mesianismo revolucionario hasta una obsesión (normalmente: ridícula, fanática y sectaria) por descubrir en los demás los rasgos de su antigua creencia y, a ser posible, con las desesperantes maneras con las que él la acometió. Al respecto puede leerse una obra de Michael Scott Chistopherson que reseñé en su día. Una investigación de ese tipo daría resultados muy sabrosos en España. Dado que el nuestro es un país de importación, encontraremos algunas biografías que parecen talladas para asemejarse a sus héroes imaginarios. La secuencia estándar consiste, me repito, en fatigar con una juventud intolerante, fanática y muy subversiva y seguir haciéndolo con una madurez intolerante, fanática y muy conservadora.

Pero la sociología del renegado político no debe impedirnos estudiar la vinculación entre cultura y totalitarismo, objeto de esta clase. En el primer capítulo de mi libro La norma de la filosofía. La configuración del patrón filosófico español tras la Guerra Civil puede encontrarse un estudio de la renovación radical del personal universitario en la filosofía española. Esa renovación fue acompañada de un modelo filosófico (el comentario de textos) cuyas pautas persistieron a su primera articulación dentro de coordenadas tomistas. Exploraré la cultura y su vinculación con el totalitarismo comunista. La advertencia me permite introducir el problema del totalitarismo en dos planos: el de las formas estéticas y el del contenido (o su ausencia en el trabajo cultural).

Al respecto (la relación entre forma y contenido) puede discutirse si una y otra pueden separarse. La respuesta es no, evidentemente, al menos en el campo de la teoría. Una posición extrema puede representarla el filósofo francés Jacques Rancière (Le partage du sensible. Esthétique et politique, París, La Fabrique, 2000), quien defiende que cada forma artística (la escritura, el teatro o el coro) lleva ínsita un tipo específico de experimentación política. Evidentemente no porque la escritura, el teatro o el coro puedan ser ordenados entre la izquierda y la derecha, algo absolutamente absurdo. Rancière sostiene que cada forma artística conlleva un reparto peculiar de la experiencia sensible: de lo que se ve (en el teatro o en el coro), de la permanencia en el tiempo de la actividad (el ritmo de los cuerpos danzantes impone una permanencia distinta a los signos inscritos sobre el papel). Ahora bien: la tragedia pudo ser el régimen estético de la democracia ateniense y, en otro tiempo, se la apropió la ideología monárquica y lo mismo sucede con la escritura y el coro. Lo cierto es que cada forma artística proporciona ciertas posibilidades: de lo que se representa y lo que no, de qué funciones se le asigna a la palabra y de qué se exige a los cuerpos. La escritura, por ejemplo, permite apropiaciones incontrolables, distintas a las del coro o a la representación dramática.

Con ese marco, la vinculación tensa entre formas y contenidos, puede trazarse una historia de las relaciones entre comunismo y cultura leyendo una compilación del investigador Juan José Gómez. Con el título de Crítica, tendencia y propaganda (Sevilla, Istpart, 2008) se nos propone una excelente compilación de documentos —que van desde Anatoly Lunacharsky a Diego Rivera—, un precioso catálogo de ilustraciones (donde puede verse la incompatibilidad interna del arte comunista: hay un mundo entre Rodchenko y los cuadros idílicos de Stalin paseando con Voloshinov...) y un apéndice biográfico de Teresa Muñoz.

En su muy erudita y clarificadora introducción, Gómez nos describe un primer periodo, contemporáneo de la Revolución Bolchevique, donde el intento por innovar formalmente se encuentra unido a la propaganda revolucionaria. Unido a ello, por otro lado, encontramos una voluntad política ecléctica entre las distintas escuelas artísticas. El titular del Comisariado para la Ilustración, el ya citado Lunacharsky, se negó a plegarse a estilo alguno. En uno de sus textos incluidos en la compilación, el antiguo filósofo empiriocriticista lo proponía con una fórmula digna de Mijail Bajtin y su teoría de la heteroglosia ideológica de los signos: el arte puede funcionar como ideología pura de una clase "o bien experimenta sobre sí las influencias cruzadas de varias clases". Además el arte de una misma clase puede pasar por fases clásicas y decadentes y todos los híbridos que uno imagine en ese continuo. Dicho lo cual, la interdicción de un estilo o la apología exclusiva con una época artística se revela imposible -en términos específicamente marxistas-.

Poco a poco, la propaganda fue abriéndose paso, pero nunca sin enormes resistencias. La clave la condensa Gómez en una alternativa: o bien el carácter revolucionario del arte incluye la experimentación estética o bien se proscribe esta en favor de ganancias en audiencia. Contra lo segundo reaccionó André Breton con términos que permanecen siempre actuales. En el Segundo Manifiesto del Surrealismo Breton escribe desde el compromiso marxista: esta gente no va más allá de "inmundos reportajes", aprovechándose brutalmente, mediante halagos, del sufrimiento de la gente y dándoles, atención porque la frase es crucial, "lo que bien saben que nadie puede recibir, es decir, la comprensión general e inmediata de cuanto es creación".

El populismo de audiencia, cuando se aplica al arte, es una estafa: promete a la gente el acceso inmediato a la creación, cuando la creación necesita tiempo, familiarización y seguramente cambiar las categorías cotidianas de juicio y percepción. Todo intervencionismo en arte, cuando no es caprichosa arrogancia del políticastro sobreestimulado —o de quien ajuste las cuentas con sus iguales donde no debe y quizás ante quien no comprende de qué se habla—, tendrá siempre que enfrentarse a la advertencia de Breton: vendéis aquello de lo que no disponéis, porque la experiencia estética, cuando cambia de verdad la experiencia histórica y biográfica, no se deja empaquetar en fórmulas facilongas.

Sin embargo, sería injusto resumir la relación del comunismo y el arte con este avatar, o creer que se cerró entonces. Un hombre de la III Internacional, el dirigente del PCI Palmiro Togliatti representa un punto de vista completamente ajeno. Interviniendo en la Comisión de Cultura del Comité Central, decía: me han pedido que intervenga en materias de cultura y, sin embargo, yo creo que la mejor intervención de los dirigentes es "saber estarse callados, escuchar lo que dicen los demás y sacar provecho para su propio trabajo y para la dirección del trabajo de otros". Era el 3 de abril de 1954 y plena Guerra Fría.

Y llego donde quería y sé que he dado demasiadas vueltas, pero no he podido ir más directo al asunto.

La mejor intervención es la de quedarse callados. La fórmula es genial y tiene mucho de gestión psicoanalítica de la transferencia: no me pidas el saber que no tengo, habla tú y sostente con tus propias fuerzas... porque no hay otras. Me gustaría mucho comentar esta frase con Juan Carlos Rodríguez y creo yo que le hubiera hecho reír, tal vez hubiera acompañado la risa con alguna procacidad elogiosa y es posible que encontrase en ella mucho del mejor marxismo.

Imagino, para empezar, que le hubiera servido para confirmar algo en lo que creyó siempre: mezclar a Marx con Stalin es carecer de vergüenza y es algo a lo que son muy propensos los antiguos estalinistas. Segundo, tal vez hubiésemos desviado la conversación hacia Brecht: distanciarse, explicaba Juan Carlos Rodríguez ("Brecht y el poder de la literatura", Brecht, siglo XX, Comares, 1998, pp. 190 y siguientes), no es adoctrinar a la gente sino parar la escena, aunque sea un momento, para que la gente se interrogue sobre su individuación histórica, sobre todo aquello que no ve, sobre todo aquello que experimenta y lo que no. Pero no es que el marxismo imponga ser infelices y dejar de gozar del mundo, no: la ideología ya nos separa de nuestras realidades y nos propone mitos imposibles de cumplir. El distanciamiento es introducir distancia en la distancia primera. Persigue, por tanto, rascar algo de la realidad del mundo. Su objeto final son la pautas de sensibilidad incorporadas, hechas carne, aquellas que coartan qué vemos y cómo lo sentimos. Así retrató Juan Carlos Rodríguez el método de Brecht y así creo que podemos caracterizar su propio método de trabajo, el suyo, el de Juan Carlos Rodríguez. En fin, imagino yo que Juan Carlos Rodriguez vería en Togliatti —no en todo Togliatti, sino en ese, específicamente en aquel momento— briznas de una visión marxista de la libertad y del conocimiento: menos mangonear y más aprender que un marxista no tiene que ser un metomentodo universal, un sabihondo con recetas para todo, sino únicamente un analista de allí donde se explota o de aquello en lo que la libertad no puede perfilar sus propios límites. Porque el marxism es libertad para todo menos para explotar. Legislar sobre la experiencia de cada cual es cosa de confesor de la Contrarreforma, nunca el cometido de un marxista.

Todo eso me imagino y ahí tendré que quedarme. Ya es imposible presentar estas ideas a Juan Carlos Rodríguez porque tendré que acostumbrarme a hablar con él internamente. Como el silencio de Togliatti, es de esos silencios que nunca detendrán la conversación, sino que la estimulará pero me seguirá obligando a darme mis propias respuestas. Pero es que así era también mientras Juan Carlos Rodríguez podía responder de viva voz o por escrito: se trataba de un hombre que incitaba a que no parases en tu propio camino.

(Fuente: José Luis Moreno Pestaña, Hexis. Filosofía y Sociología, 30/10/16)

Juan Carlos Rodríguez: La mirada de la moda. Del monopolio a la pasarela [y el Chanel No 5]


I.

1.- Indudablemente la moda es una mercancía, y como nos dice Marx en el capítulo I de El Capital: “A primera vista, una mercancía parece ser una cosa trivial, de comprensión inmediata. Su análisis demuestra que es un objeto endemoniado, rico en sutilezas metafísicas y reminiscencias teológicas”.

La moda, pues, como cualquier otra mercancía, parece de comprensión inmediata pero no lo es en absoluto. Fijémonos en el principio y en el final de la frase. El principio, a primera vista, porque la moda es una cosa que se ve (a la vez que se dibuja, se lee o se escribe); el final de la frase, incluso con reminiscencias teológicas, porque a pesar de que parezca intempestiva, esa cualificación es muy real, dado que nos remite al fetichismo de la mercancía (y veremos en qué sentido). De modo que tenemos aquí ya tres puntos de partida para un análisis de la moda: la mercancía en sí misma, la mercancía “vista” y la mercancía como fetiche. Pero sin olvidarnos del centro nuclear de la frase: el análisis de la mercancía demuestra que es un objeto endemoniado, rico en sutilezas metafísicas... Un análisis endemoniado y rico en sutilezas, ¿no es al menos algo sugestivo?

Comencemos por lo de “endemoniado”, comencemos por el demonio, o sea, por la relación moda/muerte o la relación demonio/pecado. ¿Por qué el demonio es pecador y por qué incita al pecado? Evidentemente por orgullo, y así entramos en las primeras “reminiscencias teológicas” de que habla Marx. Escribe Jorge Manrique: “Y assí como Lucifer / se perdió por se pensar / igualar con su Señor, / assí me vine a perder / por me querer igualar / en amor con el amor”. Es un magnífico ejemplo de la textualidad feudal. El siervo es castigado por querer igualarse a su Señor. En realidad, según la tradición escrituraria, el demonio no intentó nunca igualarse a su Señor. El bello Lucifer sólo quiso no servir, sólo dijo “non serviam”, no serviré. Pero lo que aquí se nos indica, como en tantos códigos del s. XV (sobre todo en Ausiás March) es algo mucho más crucial: al siervo no le basta ya con decir “no serviré” sino que trata de igualarse al Señor: la aparición del sujeto libre y del amor entre almas libres está a punto de aparecer. Y en cierto modo, con ello, también aparecerá la moda. Pero la relación de servidumbre es importante porque seguirá atravesando a la moda por dos esquinas básicas: la servidumbre al deseo y la servidumbre a la norma o la ley.

Esta servidumbre a la norma o la ley nos llevará a uno de los conflictos básicos sobre la moda: al conflicto entre la norma y la individualidad. Por su parte la servidumbre al deseo, en el interior de la moda, nos lleva al cuerpo, a la tentación, a la serpiente y en definitiva a la muerte.

2.- Suele decirse que la moda es lo que más mata después de la muerte, entre otras cosas porque la moda parece conllevarla en sí misma. La moda/muerte como fugacidad del instante. Pero también la moda/vida como la continua resurrección de los cuerpos y de las cosas. Así volvemos a oscilar entre el fetichismo y las reminiscencias teológicas, o sea, las reminiscencias míticas. Pues supongo que hay un inconsciente mítico en torno a las leyendas de la moda, a los orígenes del vestir, que podemos concentrar en torno a una imagen. Digamos que el inconsciente mítico de la imagen de la hoja de parra. La iconografía clásica de la hoja de parra quizá sea a la vez el ejemplo clave de toda la metáfora de la cultura occidental. Su metáfora por excelencia, la metáfora como alegoría. La alegoría de la pérdida de la desnudez —o sea, de la inocencia— y la metáfora del destierro, del origen de la historia humana como errante. Quizá sería mejor decir, como dice W. Benjamín, que la metáfora se bifurca en dos ramas: la alegoría y el símbolo. Así la hoja de parra sería la imagen alegórica de la pérdida o la caída, pero por otro lado, y a la vez, la hoja de parra sería el símbolo concreto del sexo como lugar del pecado. En esta perspectiva benjaminiana la hoja de parra no cubriría exactamente los sexos sino que los alegorizaría en abstracto y los señalaría como símbolos concretos del espacio del crimen. En una palabra: la hoja de parra no es, pues, el primer vestido, sino la alegoría de un mundo perdido y el símbolo concreto, la señal de ese crimen que se arrastrará ya para siempre.

Evidentemente no hace falta ser un experto en la Iconología de Panofsky para que surjan preguntas de inmediato. Por ejemplo, ¿con qué se sujetaba la hoja de parra? Evidentemente con las manos. Y si seguimos la iconología de Panofsky esto nos llevaría a una nueva cadena simbólica: en efecto la hoja de parra no sólo se sujeta con las manos sino que se sustituye muchas veces por las manos. Y las manos son ya deseantes por sí mismas. O sea que la hoja de parra y las manos más que una tachadura del cuerpo serían una señal del deseo del (o hacia el) cuerpo, del orgullo del cuerpo y sus posibilidades múltiples de potencia y/o de juegos posesivos.

Eso es lo malo de los mitos y las leyendas: que al ser por fuerza metafóricos tienen que desdoblarse hacia algo concreto para que nos enteremos del sentido de la alegoría. A ese algo concreto de la metáfora, repito, se le puede llamar símbolo o señal específica que sólo indica un lugar (en este caso el sexo). Y quizás —pero remotamente— un tiempo: el tiempo indefinible que nunca existió, aunque su presencia posee tal fuerza que lo tenemos que arrastrar desde siempre. Ese mito de Adán y Eva, el “érase una vez” de los cuentos, el “many, many years ago...” (hoy también travestido en la mitología de las primeras hachas o de las primeras pieles de los homínidos: en la fascinación por la ideología cientifista de nuestro tiempo).

Y sin embargo aquí nos aparece la primera contradicción que necesitamos introducir: por una parte el símbolo del primer vestido, digamos el de la hoja de parra, es así un símbolo sin tiempo. Claro que puede indicarnos una mentalidad tribal y agrícola e incluso puede enlazarse con el Lot borracho y desnudado por sus hijas. Así la parra, el vino y el deseo se unirían en una misma escritura. Pero esta es otra historia. Lo que nos interesa señalar es que, por otra parte, la cuestión está clara: la moda —y sobre todo la moda del vestido— no puede definirse sin su existencia temporal, la moda es tiempo o no es nada. La moda es taxativa, de nuevo como la muerte: lo que hoy vale, mañana ya no vale; lo que hoy existe, mañana ha muerto (aunque luego vuelva a resucitar, sólo que de otra manera). Y una segunda contradicción: la moda es tiempo, pero también espacio. Y así nos tropezamos con su sentido metonímico, literal, ese símbolo concreto que señala el lugar de la hoja de parra. Puesto que la moda, para desplegarse como tiempo, por su propia fugacidad, necesita de un espacio en donde aparecer y a la vez esfumarse, quizá como la imagen de Cenicienta —otra significativa imagen mítica—. Cenicienta nos traerá problemas porque supone a la vez el cero del tiempo (las doce en el reloj) y asimismo el residuo de un espacio, de un espacio cósico: el zapato perdido que hace “resucitar” al tiempo que se fue.

Volveremos luego sobre el tema de Cenicienta —el zapato que entra o no entra como el cuerpo en la talla de un vestido—, pero fijémonos ahora sólo en la cuestión del espacio de la moda. Ese espacio que tan justamente se concentra en lo que se suele llamar Pasarela. O sea, lo que pasa en un instante para difuminarse en el instante siguiente. Pero ocurre que en el caso del vestido el espacio de la moda ya no es sólo metafórico o alegórico (aunque lo sea sin duda en su más amplio sentido: “ir a la moda” implica estar en el presente mismo de la vida). Ocurre que el espacio de la moda (y vuelvo a referirme al vestido) posee un lugar obvio, el de su propia encarnadura. El espacio del vestido es el lugar del cuerpo. O a la inversa: ¿es el cuerpo el lugar del vestido? A través de esta dialéctica imposible retornamos a la desnudez. ¿Hay algo más metonímico, más literal que las formas de la hoja de parra transmutadas en el diseño de un biquini? ¿Hay algo más metonímico, más literal que la camiseta y el pantalón vaquero ajustado que describió Ana Rossetti en su poema “Chico Wrangler”? La fusión entre tiempo y espacio, entre alegoría y símbolo, entre metáfora y metonimia (en suma, entre todos los lenguajes posibles), resulta fascinante en el análisis de la moda. Pues en efecto: si la moda nace hacia los siglos XIV y XVI, con la aparición de las ciudades, del capital financiero y del mercado capitalista, con la configuración del nuevo estado y de la nueva guerra, con la aparición de lo privado y lo público, el rastreo de las huellas de la moda como hecho histórico nos lleva a una última contradicción inesperada: la relación íntima entre la guerra y la moda, como dos extremos de la racionalidad capitalista.

3.- Una contradicción a cuya ambigüedad acabamos de aludir: fijémonos en el nuevo diseño de la hoja de parra, es decir, en la moda del biquini femenino a partir de los años 50, en los comienzos de la guerra fría. Es un ejemplo básico de la relación entre metáfora y metonimia, entre alegoría y símbolo. No olvidemos que la guerra fría arrastraba los golpes terribles de la segunda guerra mundial y su final atómico, arrasador, las bombas sobre Hiroshima y Nagasaki. M. Duras escribió luego una hermosa historia de amor y muerte sobre el tema, en el guión para la película “Hiroshima, mon amour”, dirigida por Alain Resnais. Pero había más: la guerra fría comenzó a alcanzar su primera cima cuando sólo los americanos poseían la bomba. La conferencia de Estocolmo en los años 50 a favor de la paz fue impulsada sin duda por la URSS, pero fue a la vez asumida por miles de demócratas y de personas de izquierda de todo el mundo que se movilizaron contra el peligro del exterminio total que la bomba implicaba. Althusser ha descrito esto magníficamente ya desde el prólogo de Pour Marx. No olvidemos que la bomba había sido lanzada sobre Hiroshima con connotaciones afectivas y sentimentales que enternecían: el bombardero B‐27 que la arrojó llevaba el nombre de Enola Gay, el nombre de la madre del piloto. Pero también, aparte de este símbolo conmovedor, latía por debajo una alegoría básica: ahora somos nosotros los que mandamos. Sólo que había algo más: aunque muy pronto los rusos también tuvieron su bomba, y así la posibilidad de guerra entre los “grandes” de entonces se enfrió, sin embargo existía un pequeño archipiélago, las Islas Marshall, en la Micronesia, donde ya desde 1946 los americanos solían hacer sus pruebas nucleares y posteriormente —como se descubrió en los años 50— pruebas de una bomba aún mayor, la de hidrógeno, la que haría estallar todo por los aires. Como quizá también se sepa, en aquellas islas perdidas, pero siempre en llamas, había una isla en forma de atolón que tenía un nombre muy específico: el atolón de Bikini.

No hacía falta ser muy imaginativo para asociar la alegoría del poder de los estallidos del atolón de Bikini con el símbolo estallante del biquini femenino en las playas. E incluso podríamos ir más allá y hablar de la aparición masiva del top‐less (y no sólo en las playas sino también en la “pasarela”) lo que nos obligaría a hacer un desvío hacia Nietzsche. Si Nietzsche desconcertó a la filología al decir que la filología es siempre hermenéutica, atrapamiento de sentidos, y que el problema era cómo y bajo qué reglas se establecía ese sentido (o ese sinsentido) de los textos, sin embargo los senos femeninos hicieron tambalear a su vez todos los planteamientos nietzscheanos en torno al sentido estético. Nietzsche tuvo que enfrentarse a su propia filiación, a su tradición neokantiana de la estética, a la definición de lo bello como lo no‐práctico, como la finalidad sin fin, al tener que admitir que los senos eran a la vez algo bello y práctico. Creo que habría que preguntarse si todos los elementos del cuerpo no son bellos y prácticos. Pero quedémonos por el momento con la perplejidad antikantiana de Nietzsche y retornemos al ejemplo anterior. Puesto que el biquini femenino es un término o un diseño que no sólo funciona como metonimia directa sino como metáfora o alegoría de algo verdaderamente brutal y siniestro. Y aquí entra todo el negocio del inconsciente imaginario de la moda. Dado que la alegoría metafórica de la moda/muerte tendría una vez más un subsuelo concreto, un símbolo específico: los dos sentidos del término (Bikini isla / biquini ropa) hablaban de pruebas, de estallidos, de llamas, de arder juntos o de destruirnos juntos. Se me podrá decir: una vez más la cuestión del Eros y Tanatos de Freud, la pulsión de muerte y la pulsión de vida fundidos en este imaginario de la moda. Sin duda. Pero lo que me atrae es la retórica ambigua de los signos, como diría Barthes. Por un lado la metonimia directa del diseño del biquini sobre el cuerpo; por otro lado la alegoría global sobre el estallido del deseo simbolizada en concreto en el estallido de las bombas sobre las islas Bikini. Si la racionalidad capitalista necesita producir y reproducir continuamente, si necesita consumir lo que produce para producir algo nuevo, no cabe duda de que la guerra y la moda son los dos extremos de tal proceso de renovación continua del mercado.

4.- Sólo que la ambigüedad del biquini simbolizaba y alegorizaba algo más: las libertades occidentales y la supuesta liberación del cuerpo de la mujer y de sus colores individuales y democráticos frente al mundo gris y glacial de la monotonía del Este. Hoy que el Este no existe sabemos que las guerras se inventan (como en el Golfo) o se prefabrican (como en Los Balcanes). Pero las dos grandes guerras del siglo XX tuvieron otro significado: la primera guerra mundial se hizo para que los monopolios se repartieran la Tierra; el resultado de la segunda guerra mundial implicó la unificación de los monopolios en ese capital único que hoy llamamos mercado‐mundo. Si la segunda guerra mundial y su prolongación en la guerra fría supuso el auge del escaparate del supermercado (o de los “grandes almacenes”), de los objetos “felices” como el frigorífico, el televisor o el automóvil, el auge de los cuerpos felices bajo la minifalda, las medias de colores y el “sexo, drogas y rock‐and‐roll”, la primera guerra mundial produjo también efectos decisivos en la moda. Todos los trabajadores estaban en el frente de trincheras asoladas por las ratas y los gases en la línea entre Francia y Alemania como lugar más visible. Las fábricas se habían quedado vacías. Las mujeres tuvieron que llenarlas: sobraban los pelos largos y las faldas largas. Como le escribió Lenin a Kautsky, cuando éste votó los presupuestos de la primera guerra mundial, el lema “trabajadores del mundo, uníos” se había convertido en el lema “trabajadores de todos los países, degollaos”. Los pobres siempre pierden las guerras, y las condiciones de las mujeres y de los niños en las fábricas textiles de Inglaterra y de Europa habían sido miserables al extremo. Pero ahora se trataba de que las mujeres se enfrentaran con las grandes industrias pesadas, con las grandes maquinarias de la industria de guerra. Como digo, se acortaron las faldas, incluso se impusieron los pantalones y el pelo tuvo que cortarse al máximo para no estropear el engranaje de esas máquinas y así trabajar más cómodas. Por una vez la moda se impuso desde abajo. En el posterior mundo feliz de los años 50 el biquini y la minifalda fueron también eslóganes publicitarios establecidos desde arriba, como en cualquier otro cupo de moda (no dudo de que empezara a haber ya una cierta liberación de la mujer), pero el caso de la primera guerra mundial fue mucho más decisivo: ese hecho de que la moda se impusiera desde el trabajo más grasiento y más sucio. El modelo se había invertido. Y así en los bellos y malditos años 20, como los llamaría Scott Fitzgerald, las chicas de arriba adoptaron esa fórmula de las de abajo, una fórmula que se duplicó con el signo de una de las primeras marcas realmente mágicas en el mundo de la moda: la de Coco Chanel (“—¿Dónde me pongo su perfume?, —Dondequiera que la besen”). Cuatro cuplés españoles de esa misma época de los 20 nos certifican los cuatro signos básicos de la nueva fórmula de la moda: el “Hay que ver” (que pertenece a una zarzuela: La Montería, del maestro Guerrero), la chica a lo “garçon”, la chica “rodillera” y la chica, digamos, “liberada”. El primer texto es de un tono irónicamente serio que se limita a constatar los hechos: “‘Hay que ver mi abuelita la pobre/ las ropas que usaba... / Hay que ver / las faldas que hace un siglo llevaba la mujer/ Creo yo/ que de una de esas faldas salen lo menos dos...”. El segundo texto está empapado en toda la frivolidad de los 20: “Soy la garçon, con / el pelo cortao / Soy la garçon con / con el pelo ondulao / Soy una chica bien/ soy una mujer chic/ y parece mi cara/ talmente de biscuit...”. El tercer texto es casi profético: “Rodillera, rodillera / que ayer fuiste tobillera/ pero al paso que tú vas / seguro acabarás / siendo muslera / muslera y algo más...”. El cuarto texto es quizá el más significativo por lo que supone de imagen de mujer “libre” que hace con su cuerpo lo que quiere —o puede— y por la precisión enumerativa de sus prendas de moda. El cuplé es de 1929, con letra de Durán Vila y Boixades y música de Azagra. Dice así: “La chica del 17 / de la plazuela del Tribulete / nos tiene con sus ‘toilettes’ / revuelta la vecindad...”. ¿Qué toilettes son esas? La canción lo explicita espléndidamente: “La chica del 17 / gasta zapatos de tafilete, /sombrero de gran copete/ y abrigo de petit‐gris./ Los guantes de cabritilla, / medias de seda con espiguilla,/ pues viste la chiquilla/ como en París...”. París era aún, desde luego, la ciudad luz de la moda pero también el símbolo de las vanguardias artísticas, de las vanguardias democráticas y por supuesto de la libertad femenina. Así que cuando las vecinas murmuran “de dónde saca / pa’ tanto como destaca”, y ella responde “La que quiera coger peces/ que se acuerde del refrán”, bajo las líneas del cuplé se nos está entreverando una vivencia histórica a punto de explotar. Algo así como el deseo y el anuncio de un cierto descaro de libertad republicana. Incluso el zapato de tafilete compensa de algún modo la pérdida —relativa— del fetichismo del tobillo y del zapato (que siempre fascinó a Buñuel) de la “chica rodillera”. De cualquier modo, el hecho básico es que con estas cuatro muestras constatamos hasta qué punto a lo largo de los años 20 del siglo XX fue cuando la moda empezó a convertirse realmente en moda. Es decir, siguiendo el modelo masivo de la dialéctica producción‐consumo‐reproducción. Por supuesto que siempre seguiría existiendo el referente de la alta costura y de las tiendas “pijas” o “chic”. Y por supuesto que seguirían rigiendo las grandes marcas: Courrèges, Saint‐Laurent, Versace, Armani y desde luego Christian Dior: las mujeres visten como Dior manda, se decía en los años 50. Sin darse cuenta lo siguen haciendo hoy pero de otra manera. Puesto que en los años 60 ya se había vuelto inevitablemente necesario (económica e ideológicamente) masificar la moda. Fue la moda pop o la llamada moda joven de los años 60 y 70, en donde actuó un curioso doble juego de acción/reacción: la desaparición progresiva de la conciencia de clase del proletariado industrial implicó la aparición de castas urbanas “plebeyas” a las que imitaban las “patricias” (ya desde finales de los 50, como señala Hobsbawm), y el hecho de la cultura pop americana extendiéndose por todos los sitios (incluso el hippismo como reacción al Vietnam y a la ciudad), junto con la primera presencia masiva de la juventud femenina en la calle, todo esto hizo que, por ejemplo, 1965 fuera el primer año en que la industria de la confección femenina de Francia produjera más pantalones que faldas (para la mujer). Y la contraposición falda vs. pantalón había sido el único signo fijado realmente desde el comienzo del mundo burgués. Esto es un hecho tan sintomático que necesitamos analizarlo aparte.

II.

Pues aquí es donde comienzan a jugar una serie de elementos claves. De entrada la diferencia entre la mirada medieval y la burguesa. Evidentemente la historia de la moda se puede transformar en otra historia de la mirada y por ello conviene especificar. La diferencia obvia entre las cuatro miradas medievales (la literal, la alegórica, la moral y la anagógica) se funden de hecho en dos, la literal y la alegórica. Así lo hemos visto en Manrique (yo soy como aquel Lucifer que intentó igualarse con su Señor: el yo soy es lo literal, Lucifer es lo alegórico), una relación que aparece de continuo en Ausiàs March (yo soc com aquell...) y su diferencia absoluta con la mirada burguesa que ya es plenamente literal (sobre todo la relación ojo/cosa) pero que se bifurca también, en el caso de la moda, en literal y estética en un sentido muy preciso: el vestido comienza desde el Renacimiento (o ya en las Cortes del XIV) a configurarse dentro de la estructura definitiva que hemos conocido. La moda como la forma de hacer visible/invisible no sólo al cuerpo sino a lo eidético del cuerpo, a las formas del deseo podríamos decir, a sus efluvios o magnetismos. Y así tenemos que recurrir de nuevo a la correlación con el arte de la guerra. Esta recurrencia jamás es gratuita, puesto que la guerra, decimos, supone el otro extremo álgido de la racionalidad capitalista, la establecida en el ritmo aludido de producción‐consumo‐reproducción. La guerra de mercados se convierte siempre en bio‐política: hoy el mercado alimenticio, el mercado genérico, la destrucción de África, etc. son cuestiones de carácter letal en nuestro mundo cotidiano. Pero es que esa guerra de mercados se desdobla inmediatamente en la guerra propiamente dicha.

Y así podríamos decir que el cambio histórico se resolvió en la llamada Guerra de los Treinta años, que en la práctica ocupó por entero el siglo XVII. Indudablemente esa guerra supuso el triunfo básico del capitalismo sobre el feudalismo y a partir de ahí todo empezó a cambiar. Por supuesto que el tiempo/espacio burgués había comenzado a instaurarse ya, como decimos, en el siglo XIV, la encrucijada en la que nacimos todos. Las necesidades materiales de comer, beber, vestirse, trabajar o fornicar habían mantenido intactas sus relaciones de existencia (cada una a su modo y con sus modas relativas) en el esclavismo y en el feudalismo. Ahí las relaciones sociales estaban muy fijadas y los signos o las signaturas de las cosas también eran fijos. A partir de esa encrucijada clave del XIV‐XVI hubo un vuelco pleno, también en la moda. Esbozábamos que comienza quizá con el diseño de las ciudades y con la aparición de la dicotomía entre lo privado y lo público. Los palacios privados de los grandes Señores (nobles o burgueses) implican una inclinación a ser como la Corte pública. Se imponen las sedas y las especies (sin eso no hubiera existido tan pronto América), se impone que los banqueros se disfracen de caballeros, se impone el lujo y la ostentación por todas partes, tanto que para no quebrar en sus inversiones exteriores, los ricos florentinos se dedicaron a invertir sólo en su propia ciudad (ahí está el secreto de la belleza de esa Florencia única, la que provoca el llamado “Síndrome de Stendhal”) Pero se produce sobre todo una cosa: la pérdida de la fijeza del sentido de los signos. Por un lado el lujo y la ostentación eran poder, por supuesto, pero asombraban porque sus signos cambiaban, se transformaban. Quizá el primer gran testimonio del símbolo de la moda lo tengamos en las Coplas del propio Jorge Manrique: “¿Qué se hizo el rey don Juan?/ ¿Los infantes de Aragón, qué se hizieron?/ ¿Qué fue de tanto galán? / ¿Qué fue de tanta invención/ como truxieron? / Las justas y los torneos,/ paramentos, bordaduras/ y cimeras, / ¿fueron sino devaneos?,/ ¿que fueron sino verduras/ de las eras? // ¿Qué se hizieron las damas, / sus tocados, sus vestidos,/ sus olores?/ ¿Qué se hizieron las llamas/ de los fuegos encendidos/ de amadores?/ ¿Qué se hizo aquel trovar,/ las músicas acordadas/ que tañían ?/ iQué se hizo aquel dançar,/ aquellas ropas chapadas/ que traían?”.

Por supuesto que estos versos se han comentado miles de veces y aún podrían comentarse más, pero dejando al margen la evidente contextualidad política del asunto, no cabe duda de que la larga y fabulosa enumeración de Manrique, con esos paramentos, bordaduras y cimeras de los hombres, con esos tocados, vestidos y olores de las damas, las llamas del danzar y del trovar de los amadores, con las ropas chapadas que traían, todo esto, digo, no son más que desdoblamientos enumerativos, y desde luego como señal de asombro, a partir del dístico definitivo que lo explica todo: “¿Qué fue de tanta invención/ como truxieron?”.

Invención (en cierto modo una vulgarización de la retórica latina: inventio, dispositio y elocutio), ese nuevo sentido de invención, digo, resulta ser la palabra mágica. Invención para Manrique indica aquí algo muy similar a lo que nosotros vamos a entender desde entonces como moda. La invención, lo nuevo, lo inesperado en juegos, bailes, damas, caballeros, armas y vestidos. Ya no es un ubi sunt tradicional (aunque las Coplas intenten enmarcarse ahí) sino algo mucho más fantástico, la constatación de un hecho casi inconcebible antes: el hecho de poder inventarse los signos indicaba ya un primer resquebrajamiento en las signaturas fijas del feudalismo. Y la moda jamás hubiera aparecido sin esa pérdida básica del sentido de las signaturas. A partir de aquí muy pronto cualquiera podría llevar el traje de un noble y no ser noble o el traje de un rey y no ser rey, y eso desde los banqueros a los cómicos.

Pero sin duda el primer gran vuelco en la constitución de la moda del vestido (ese vuelco que hemos dicho que quizá comienza a difuminarse en 1965) lo indica la aparición, por las mismas fechas de las Coplas de Manrique, de una línea divisoria básica: el establecimiento definitivo del pantalón para los hombres y de las faldas (de diversos tipos) para las mujeres. Más que de una moda (puesto que esa división entre pantalón y falda no va a cambiar) habría que hablar de una forma de vestir y de sexualizar. Pero el hecho es inapelable: el cuerpo del hombre se dividió en dos, entre el jubón de arriba y las calzas que moldeaban las piernas masculinas (incluidas las braguetas ostentosas del tiempo de Carlos V). ¿Por qué el pantalón masculino en el mundo occidental, algo que no ocurrió jamás en el mundo musulmán? Plausiblemente tengamos que recurrir de nuevo a la aparición de las ciudades y a la transformación del arte de la guerra. En las ciudades era más cómodo ir con pantalón para los que andaban por las calles públicas —los hombres—, mientras que la falda era más cómoda para las mujeres —privadas, las que habitaban preferentemente las casas—. La transformación del arte de la guerra supuso la progresiva desaparición de la caballería en favor de la infantería. Un soldado de infantería con faldas no puede caminar deprisa y resultaría engorroso luchar. Claro que a la mujer también se la parte en dos: se procura resaltar lo que Nietzsche había llamado sus partes bellas y prácticas: los senos y las caderas. Pero evidentemente, como dijo el Arcipreste de Hita, para “las anchetas de caderas” —lo eran casi todas entonces— la falda era mucho más cómoda que el pantalón. Es curioso cómo esta frontera sexual y social entre la falda y el pantalón se va a ir desdoblando progresivamente en todas las variantes de moda dentro de lo que hemos llamado la mirada literal y estética de la burguesía. Y esta doble mirada, esta moda que trata de hacer visible el poder magnético de los cuerpos, las formas del deseo, aunque venga desde arriba ya no es algo propio de la aristocracia (la nobleza lo podía y lo veía todo) sino que se va a ir deslizando como una serpiente a través del inconsciente burgués, que sin embargo sí que tiene sus reglas y sus límites: el deseo más que en un deseo de los ricos se convierte en un deseo magmático de las clases medias.

Represión e incitación al deseo, como señaló Foucault, dentro del familiarismo burgués, de su perversidad silenciosa. Pero ¿y en la Corte? Sin duda la Corte se ha separado del Estado (tanto que Luis XIV tiene que decir: “El Estado soy yo”, prueba inequívoca de que ya no lo era), pero ocurre otro hecho básicamente sintomático. Si la Corte siempre había sido perversa respecto al poder (como se ve en Maquiavelo y Shakespeare) lo había sido a propósito de la cotidianidad del poder, de su lucha por él y por mantenerlo. Ahora que ya no tiene poder, la Corte (o las Cortes) sólo puede jugar dentro de sí misma, y lo sintomático es que exista un trasvase entre la perversidad del deseo del familiarismo burgués y la perversidad del deseo en las relaciones cortesanas (o de cada palacio privado): no es extraño así que Laclos hable de “relaciones peligrosas” y que Sade introduzca la filosofía en el boudoir, en el dormitorio, como nueva norma o código del deseo. La moda y el deseo se trasladan al interior, pero siempre con el referente de la guerra. Si la guerra, ahí afuera, no es aún de exterminio sino sólo de campos de batalla (digamos Waterloo), si existen los grandes pensadores militares (digamos Clausewitz), sin embargo el trasvase entre interior y exterior es continuo entre la familia del dinero y la Corte de los linajes y la sangre, así como entre la imagen del deseo y la imagen de la guerra. No cabe duda de que todos los teóricos burgueses del Contrato Social (desde Hobbes hasta Rousseau, desde Locke hasta la paz perpetua de Kant) tratan de legitimar la relación entre los individuos y el sistema para entregar su soberanía. Pero se contrata esa entrega de soberanía al Estado precisamente para evitar la guerra de todos contra todos y conseguir la paz. Las teorías del “contrato social” no son más que un índice de lo que venimos señalando desde el principio: la guerra es el extremo básico de la racionalidad capitalista entre producción‐reproducción‐consumo. Y el consumo es, obviamente, el elemento clave para la moda. Sin la renovación continua el capitalismo no puede existir. Y así el sobrevalor que se extrae a la fuerza de trabajo en el capitalismo es retomado en parte bajo la forma de consumo: ese es el espejo genial de los colores de Benetton y del supermercado de cada esquina. Por el contrario el sobretrabajo que se extraía en los países del Este se involucraba en el Estado y de ahí el gris y la falta de moda y de escaparates en aquellos países. Sólo la moda de los misiles era intercambiable. Y esto iba a ser decisivo; el mundo capitalista se convertía con ello en el refugio de la moda como mirada estética.

Pues habíamos dicho que en el XVIII se inventó otra palabra mágica: la estética, la teoría de la belleza. Pero esa belleza no jugaba ya sólo en torno a su supuesto eje central (la proporción geométrica “reactualizada” desde el efebismo helénico). Pascal hablaba del espíritu finesse, de finura o agudeza, y del espíritu de geometría como claves de cualquier conocimiento. Yo creo que también como clave del conocimiento de la moda. Pero la nueva Norma estética se jugaba en torno a otros dos ejes básicos: por un lado la relación dialéctica entre inocencia y perversidad. Esto fue decisivo y estalló por todas partes, no sólo en Sade. Pero a la vez se jugaba en torno a los reglamentos de la dialéctica entre lo natural y lo artificial. Sin esos dos núcleos dialécticos, inocencia y perversidad por un lado y lo natural/lo artificial por otro, la Estética no hubiera podido legitimarse. Eso es obvio, y siempre se pone como ejemplo la moda del jardín inglés: tan artificialmente elaborado que parecía pura naturaleza, mientras que Versalles suponía una moda cartesiana perfectamente geométrica: cada trazo del jardín dibujado a cordel, con sus paseos, sus fuentes y —aquí la sorpresa— sus laberintos. No hablo de los jardines barrocos españoles, como el de Soto de Rojas (prohibido y cerrado y abierto para pocos), no hablo de la moda negra española, del negro del XVII, aunque no puedo olvidar el poema de Manuel Machado a nuestro Rey Felipe que Dios guarde, “siempre de negro hasta los pies vestido”. Pero vuelvo a Versalles porque la perfecta geometría de los jardines implica la posibilidad del laberinto y el laberinto supone siempre perversidad. Lo que se llama “rococó” francés o es perverso o no es nada. Laclos y los libertinos, puntillas y encajes, la feminización del vestido masculino desdibujado entre pelucas, maquillajes y lunares. Es curioso: cuando la Corte, decimos, se empieza a tambalear, se interioriza. Cuando la Corte quiere ser ostentosa ante el ascetismo de las ropas de los Estados Generales, la Corte se derrumba. Y al derrumbarse la Corte sólo quedan la fábrica y la casa: los nuevos ejes claves de la moda.

Sólo que la fábrica se convertirá en monopolio y la casa en pasarela. Hoy, a través de la televisión y el supermercado. Ayer, entre 1858 y 1860, la pasarela comenzó a establecerse en casa del modisto, en la atmósfera de lo que se llamó Alta Costura o costura de creación. Así, en el imaginario de la moda, es básico el hecho de que el modisto inglés Ch. F. Worth abriese una casa de modas con los primeros pases de colecciones de temporada con maniquíes vivas. Inesperadamente la muñeca vestida se había transmutado en la muñeca mágica, que andaba y sonreía. Y hasta podía hablar, y de hecho hablaba con su cuerpo. Los famosos salones literarios o los salones de arte que tanto habían fascinado a Diderot, se transmutaban ahora en salones donde el cuerpo salía del cuadro o donde las muñecas del dormitorio se transfiguraban en mujeres destellantes. Las muñecas/máquinas o falsamente vivas, que tanto habían impresionado en el XVIII y principios del XIX, se habían convertido ahora en un sueño real. La aristocracia, los ricos, los artistas de fama acudían a esos salones de la moda para tener el sueño al alcance de la mano. Es curioso que, mientras tanto, los gremios de sastres artesanos alemanes (sobre todo los exiliados en Inglaterra) fueran quizás los que más impulsaran a Marx desde la Liga de los Justos, luego en la Liga de los Comunistas y finalmente en la configuración de la Primera Internacional. Los sastres artesanos y la alta costura empezaban a chocar. El vestido dividía a la sociedad en dos mundos, esos dos mundos que Marx ya había anunciado en el Manifiesto. Hasta la posguerra de la primera guerra mundial (que fue el verdadero fin del s. XIX), hasta esos años 20 que hemos descrito, la moda no empezaría a “plebeyizarse”, surgiendo realmente desde abajo. Y obviamente la fusión entre las marcas o el diseño de creación y la gran industria produjo el prêt‐à‐porter, la verdadera moda, a partir de los años 50 del siglo XX. Una moda que ya no se centra hoy en Londres o París sobre todo, ni siquiera en Italia o en Nueva York o Tokio, sino que carece de centro: es global como el Imperio actual del mercado‐mundo (1).

III.

A partir de aquí podemos ya desglosar una serie de enunciados básicos en el análisis de la moda:

1) Podemos decir que la moda es el símbolo mismo, la plastificación absoluta, de la circulación del capital como mercancía “fetichizada” en tanto que cuerpo. Pero a la vez como relación entre capital constante y capital variable: la moda es la lucha por ese matiz variable. La obsesión inconsciente por “estar al día” es la clave de todas las prácticas sociales y de todas las prácticas discursivas: la filosofía y la literatura de hoy no son más que efectos planos de ese reflejo de la moda. De ahí la platitud de su escritura.

2) Hemos hablado de producción‐consumo‐reproducción: evidentemente el consumo implica esa circulación ostentosa del dominio del monopolio sobre los cuerpos. Las marcas de diseño están inscritas en el monopolio, que es el que extiende la pasarela de exhibición y que de ahí se traslada a las relaciones cotidianas: si no das la imagen exigida por la moda estás perdido.

3) Evidentemente a la vez este capital monopolista está dividido en segmentos que lo refuerzan, segmentos a través de los cuales se hace visible. Quiero decir la importancia de las marcas (sin las marcas la moda vaquera, que también nació desde abajo, sería mercantilmente imposible), la marca, digo, es lo que otorga un sentido estético o único a lo que, sin embargo, es normativo y masivo. Digamos la marca Nike o Adidas en deporte, digamos las marcas italianas o francesas en la pasarela del vestido.

4) El capital juega, pues, a través de la moda, no sólo con el cuerpo sino con el deseo desdoblado. Por una parte se crea y se materializa el deseo flotante (todo el sexo está en la cabeza —y aún en la mirada inconsciente— diría Freud al respecto) y por otra parte el deseo concreto. Me atrevería a llamarlo spinoziano: todo lo que ocurre en la mente ocurre por afecciones del cuerpo; no sólo se piensa con el cuerpo sino en el cuerpo. Es curioso cómo dos pensamientos materialistas (el de Freud y el de Spinoza) son aprovechados por la magia del capital. Sin el deseo flotante de Freud y sin el cuerpo concreto de Spinoza la moda no existiría como valor ideológico. El monopolismo capitalista es genial en este sentido de absorber todas sus contradicciones e incluso de resolverlas introduciéndolas en su interior y sacando beneficio de ellas. Efectivamente: a través del instante de la pasarela, entre iluminaciones (como diría Rimbaud), entre epifanías o transparencias veladas (como diría Joyce), entre relámpagos del ser (como diría Heidegger), de lo que se trata es de configurar la unión entre el deseo flotante y el deseo concreto. Desde este punto de vista el poder capitalista de la imagen de la moda es de una inteligencia pasmosa.

5) Con más matices incluso: puesto que no hay prácticas sin ideología (ni ideología sin prácticas), la práctica ideológica de la moda implica nada menos que una imagen del mundo. La pasarela como representación del mundo, el cuerpo y el vestido como dobles de sí mismos, como espejos nítidos de sí mismos en el continuo pasar y repasar de lo virtual a lo posible y de lo posible a lo virtual. En esa circulación que aparece y desaparece, la mirada literal y la mirada estética del deseo tratan de fundirse a la vez que se evaporan en la pasarela.

6) Esa presencia que se evapora en la pasarela es el fetichismo de la moda que luego va a plasmarse en el prêt‐à‐porter, en el supermercado con sus tallas y sus rebajas, con sus bulimias y sus anorexias. Diríamos que el trabajo vivo que se exhibe en la pasarela se difumina en el trabajo muerto de los esqueletos de la moda colgados en ristras y sin cuerpo (salvo a veces el maniquí) en los supermercados. Pero ya son, pese a todo, como almas perdidas que solicitaran un cuerpo. El cuerpo amigo de las rebajas o de cada temporada: otoño/invierno, primavera/verano, etc. Y el cuerpo que consume se consume hasta llegar a ese alma que cuelga y que lo espera para ser habitada, como esperaba Cenicienta. Una vez más el deseo flotante del consumo, ese deseo flotante de Freud, se mezcla con lo más concreto: el vestido del escaparate o la imagen de las ristras de tallas que darán (al cuerpo que compra) un alma nueva, un new look, una nueva presencia. “La dolencia de amor que no se cura/sino con la presencia y la figura” es el verdadero deseo de todos nosotros, los consumidores de la moda. Otra vez más la ilusión de hacer visible lo eidético de nuestro cuerpo, nuestra alma no ya sólo en la piel, sino en la piel de la ropa.

7) Evidentemente es ahí donde comienza a hacerse visible el fetichismo de la mercancía. En la mezcla entre la Alta Costura y el prêt‐à‐porter, en la conjunción entre el deseo flotante y el cuerpo concreto, en el paso desde el monopolio a la pasarela y de la pasarela al gran mercado donde todo se hace posible.

8) Es verdad que se ha discutido mucho este problema del fetichismo de la mercancía. Pero creo que el propio Marx lo dejó claro como el agua. Pongamos el ejemplo básico de la camiseta masculina: ya he recordado antes como el hombre desnudo más sexy en Usa fue Marlon Brando con la camiseta sudada en Un tranvía llamado deseo; pero suele olvidarse que cuando Clark Gable, en una película sin mayor importancia, al quitarse la camisa apareció con el torso desnudo y sin camiseta, la venta de camisetas descendió hasta límites increíbles. El monopolio trabaja sobre el fetichismo de la mercancía/cuerpo, y sólo sobre eso, en el caso de la moda. Los problemas del fetichismo resultan obvios, sin embargo, puesto que el fetichismo parece remitirnos a una etapa anterior, a un mundo semifeudal, a las aludidas “reminiscencias teológicas” (digamos la Semana Santa sevillana o el Rocío), unas “milagrerías” que están en esta época, sólo que no son de esta época laica, que carecerían de valor real en nuestro tiempo. Pero aunque es obvio que el fetichismo de nuestro tiempo ha cambiado radicalmente de signos, no cabe duda de que la mercancía genera su propio fetichismo, sus propios signos. En especial a través de la línea de sombra que se configura en torno a la fusión entre deseo flotante y deseo concreto: algo que puede condensarse en un cuerpo, en un frigorífico, en un automóvil o en una tarjeta de crédito. La pasarela de la mercancía “pasa” por todos esos fetiches.

9) Lo que ha causado problemas (por ejemplo para Althusser) es más bien una cuestión epistemológica: el hecho de que (aparentemente al menos) Marx en El Capital, analice en efecto el fetichismo antes que el proceso de la mercancía. Lo cual parece separar la mercancía del fetiche. Pero en realidad lo que Marx hace es mostrar cómo los economistas clásicos ingleses estaban tan obsesionados, tan fetichizados por la mercancía, que no la veían como un proceso sino como un hecho casi natural. Lo que Marx hace, pues, es analizar el fetichismo de los economistas ingleses y luego el largo proceso de producción de mercancía. No niega que la mercancía genere su propio fetichismo, sino que señala así hasta que punto los propios estudiosos de la mercancía estaban fetichizados por ella, como muchos estudiosos de Lorca están fetichizados por Lorca. Y no cabe duda de que el lorquismo, el albertianismo, el borgismo, etc. son hoy mercancías “de moda” fetichizadas al máximo. O de otro modo: el fetichismo no es más que el signo del inconsciente ideológico en nuestras relaciones de mercado, centradas sobre todo en la circulación del capital en forma de mercancía. Así la celeridad de la aparición/desaparición del fetiche: la desaparición del spot publicitario, del videoclip, de los tipos de mensajes por internet o las continuas mutaciones de las normas del vestido. La moda, como su propio nombre indica, o es mutación, movimiento, cambio o no es nada. Y mucho más la moda masiva (no me refiero a los “casos exclusivos”) del vestido, pues ahí el fetichismo consiste, como esbozábamos, en que el cuerpo se haga para el vestido y no el vestido para el cuerpo. Y sin embargo debo remitirme al primer gran modelo de fetiche establecido a partir de un cuerpo desnudo sobre un tejido de color rojo. El modelo venía de las llamadas “pin‐up” que los soldados norteamericanos colgaban en sus campamentos en la segunda guerra mundial. De ahí nació la idea del famoso calendario de Marilyn Monroe, que compró Hefner por un puñado de dólares y que constituyó el número cero de Play Boy. Hefner consiguió comprar y publicar el calendario por esos dólares que pidió prestados, acá y allá, a amigos y familiares. Al cabo de poco tiempo, y tras el éxito del calendario, Play Boy se convirtió en una revista que cotizaba en Bolsa y los prestamistas se hicieron millonarios. El cuerpo/mercancía había llevado hasta el extremo lo que era propio de las otras revistas de moda: la imagen y la escritura jugando con el fetichismo de un desnudo de mujer. Pero lo importante es que ese desnudo se destaca sobre colores, sobre ese fondo rojo que semeja otra manera de ir vestida. Si el diseño es fundamental (por ejemplo la serie de Picasso El pintor y su modelo), el juego de colores y de tejidos pigmenta la moda, le otorga su sentido, lo mismo que la pigmentación de la piel se convierte en un fetiche racista y clasista: de ahí la división entre sangre roja y sangre azul, la división entre pobres y ricos, según el color de la piel, como fetiches también de la división de clases. ¡Qué más fetichismo asombroso que la pervivencia de la sangre azul, ese color que jamás ha existido en la sangre! ¿Qué mayor fetichismo que el arco iris del escaparate de los grandes almacenes...? De cualquier modo, en ese arco iris monopolista, en ese juego de colores y tejidos, en el laberinto de la inocencia y la perversidad, de lo natural y lo artificial, llegamos a una conclusión obvia. El capitalismo monopolista no sólo supone la incitación al deseo sino que juega con una imagen mucho más decisiva. Esta imagen: el deseo se fabrica.

Más que como ostentación, la moda masiva de hoy se configura no sólo como la fábrica del “deseo del deseo del otro” sino como la fábrica del “hambre del hambre del deseo”.

IV.

Así llegamos al final. Habíamos comenzado con la hoja de parra y terminamos con la chica del calendario. Convertida ya en el sex‐symbol máximo, ahora ya no es Norma Jean quien se fotografía sobre una tela roja para resaltar su desnudo, sino que es Marylin Monroe quien reafirma ese mismo desnudo/mercancía con un matiz inequívoco: Hollywood la ha construido tan bien que ya no necesita resaltarse bajo un fondo rojo, sin que, por el contrario, es ella misma (su propio fetichismo) quien hace resaltar al perfume, al Chanel no 5 que es lo único que se pone para dormir. Un perfume quizá excesivo, quizá demasiado ostentoso, pero sabemos de sobra que la vulgaridad ha estado siempre serpeando por el look de Hollywood. Aunque acaso Marylin al elegir ese perfume francés quisiera sólo aureolarse con un poco de tinte refinado, el mismo que posiblemente buscó al liarse con los dos hermanos Kennedy o al casarse con Arthur Miller, el escritor que luego la destrozaría en su obra Después de la caída.

Pero esta es otra historia, aunque sea la misma: la historia de la moda no es más que la historia de nuestras vidas bajo el proceso de la mercancía. Y la necesidad de procurarnos nuestro propio fetichismo, nuestra propia aura, para darle una pátina a la oscura mercancía que somos. De ahí la ridiculez del “pavo real” en el mercado, sobre todo en el mercado intelectual de los lenguajes prefabricados. Y eso que nuestro lenguaje/saber produce plusvalía relativa, es decir, genera valor en la explotación del trabajo especializado, un valor que el sistema reabsorbe de inmediato. Y así surge la última contradicción: en este sentido concreto de “mercancías”, de cuerpos o lenguajes explotados, el aura de la moda aparece como un signo básico de seducción/alienación, de dominio con o sin fisuras. Se puede decir así que la moda es la nueva alma de los cuerpos o los lenguajes, pero sin duda también un arma para el lenguaje y el cuerpo: la Norma constante se puede romper a través de sus contradicciones variables, a través de la resistencia, de la potencia de las vidas explotadas. Y a partir de esas brechas crear otros tipos de subjetividades propias y de subjetividades en común. Aunque en realidad —y eso es obvio— la resistencia o el contraataque frente a la explotación de los cuerpos, de los lenguajes y de las subjetividades, no se juega en la pasarela (que se convierte luego en el espejo de la cotidianidad) sino en el omnipresente poder de los monopolios sobre las mismas relaciones cotidianas. Y si, como dice Negri —y como sabemos todos— el Imperio global domina la bomba, domina el dinero y domina el éter de las comunicaciones, entonces ¿qué hacer? ¿De qué libertad, de qué lenguajes, de qué deseos o de qué subjetividades estamos hablando? Quizá sólo queda una vía: la resistencia o la alternativa implica el no desglobalizarnos, no “aldeanizarnos”, sino luchar por el control de la globalización para intentar transformarla a nuestro favor.

Pero esa apuesta, como la apuesta pascaliana por lo casi imposible, sí que es mucho más difícil que el lenguaje de la moda y “a la moda”.

(Notas):

(1) Un Imperio que (frente a la ambigüedad de Negri y Hardt) sin embargo claro que está centrado política y militarmente: exactamente en USA, como es obvio.

Fuente: 'Literatura, moda y erotismo: el deseo', Juan Carlos Rodríguez, Ed. de Asociación para la Investigación & Crítica de la Ideología Literaria en España, Los libros de Octubre. Granada, Noviembre de 2003.

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