Juan Carlos Rodríguez: Literatura y erotismo

En realidad todo radica en el problema de siempre: damos por supuesto lo que es el erotismo y damos por supuesto lo que es la literatura. Ambos pre‐supuestos pueden ser falsos y hoy más falsos que nunca, aunque a la vez paradójicamente, más verdaderos que nunca por motivos diversos en cada caso, como vamos a tratar de dilucidar.

En primer lugar consideramos verdaderos a la literatura y al erotismo porque efectivamente están ahí y los vivenciamos. Por eso he dicho que los proponemos como pre‐supuestos. Sólo que la pregunta nos surge de inmediato: ¿cómo los vivenciamos? Esto nos lleva a otra pregunta necesaria, aunque nuestra respuesta pueda parecer esquemática: ¿Cuál es la lógica interna del erotismo y la literatura en nuestro mundo? ¿Cómo funcionan?

Siempre hay un rasgo de falsedad (o de mentira, por decirlo así) en el erotismo y la literatura porque ambos funcionan a partir del deseo. Pero si el deseo del erotismo parece fijarse en un objeto concreto, en realidad nunca ocurre así. El deseo no se fija en el objeto sino en la imagen mental del objeto, y una imagen es siempre complejísima y fácilmente manipulable. En ese sentido se ha podido hablar de “objeto imaginario” (o de “imaginario del deseo”). De modo que la imagen ‐en sentido fuerte‐ o nos miente a nosotros o nosotros la mentimos al inventárnosla. Incluso al inventarnos nuestra propia imagen: de ahí el culto al cuerpo que puede llevar a la neurosis por la salud y a su lado más oscuro, la anorexia o la bulimia. Si a ello le añadimos la obsesión por ser joven o por mantenerse joven, que es un valor clave en el mercado (y por tanto en el mercado de la imagen), tendremos que concluir con una sospecha inevitable: existe un dispositivo social que construye nuestro erotismo. Obviamente el erotismo (pese a las evidencias aparentes) no es algo digamos “natural” (como las pulsiones hormonales del sexo) y en consecuencia nuestras vivencias del erotismo son algo “construido”, algo que se nos impone. Y un proceso similar ocurre con la literatura: ha habido una pulsión total por escribir y explicar el mundo, como en el caso de Newton o Kant; una pulsión por escribir y explicar al yo y a la historia, como en el caso de Freud y Marx; una pulsión por escribir y explicar la moral, como en el caso de Nietzsche; una pulsión casi psicótica por la escritura autodestructiva, como en el caso de Verlaine y Rimbaud (o en los “beats” americanos que los imitaron); e incluso una pulsión digamos estética, como en el caso de Flaubert, cuando tras más de mil páginas de borradores, notas, dibujos y esbozos, descubrió algunas erratas en la primera página de Madame Bovary, que él había cuidado al máximo. Como se sabe, Flaubert y Baudelaire fueron juzgados por sus obras inmorales: Flaubert fue absuelto por ser miembro de una familia burguesa y honesta y a Baudelaire le encantó que le condenaran por Las flores del mal. Oscar Wilde salió destrozado de la cárcel de Reading: no se condenó su obra sino su “persona”.

Pero sin llegar a estos casos extremos, y partiendo de la base de que el marco de la literatura ha bajado hoy en el valor del mercado incluso moral (sólo permanece en alza la ideología del cientifismo, sobre todo en su sentido económico y de poder), no cabe duda de que el deseo de escribir sigue latiendo como una pulsión necesaria en mucha gente (al igual que su inverso, el deseo de leer). Sobre todo a partir de la soledad, que es en el fondo la imagen del objeto que se pretende construir. Construir la imagen del yo (o de la soledad o de la imposibilidad del yo) es la clave en la literatura, como quizás (o sin duda) lo sea también en el erotismo. Y de ahí el hecho de que la cuestión de la verdad/falsedad se vuelva a reproducir en la imagen constituyente de la literatura, al igual que habíamos señalado respecto al erotismo. Leer es ver (legere est videre) se decía ya desde los siglos XI‐XII (sobre todo a partir de Hugo de San Victor), cuando se dejó de escribir “unido” y se comenzaron a separar las letras, las palabras y los párrafos. Había que aprender a leer y a escribir precisamente “viendo” las letras (que se diferenciaban por mayúsculas, por colores, etc.). Ese ver leyendo o ese leer viendo es la clave de la imagen mental a la que aludíamos anteriormente: una imagen mental que es en realidad lo que se intentaría construir tanto en el cuerpo de la escritura como en el cuerpo erótico. La imagen de la letra, o el poder de la letra en el inconsciente, es algo ya resaltado hace años por Lacan. Pero un paso más allá yo me atrevería a decir que tal imagen mental es precisamente lo que relaciona de manera directa la escritura literaria, la escritura del cine y la escritura erótica. Nuestra vivencia de esas escrituras (la imagen que deseamos ver, escribir o leer) está siempre aferrada a la imagen mental o corporal del objeto que pretendemos construir. Sólo que esa imagen mental está a su vez ya manipulada o preconcebida según modelos más o menos establecidos de los que apenas somos conscientes. Podríamos decir así que la imagen literaria es un proceso en que el escritor ‐o la escritora‐ se internan en una selva, sin saber muy bien adónde van. Aunque por caminos que, de algún modo, no es que no lleven a ninguna parte (como diría Heidegger) sino que están siempre trazados de antemano. De ahí el continuo juego entre consciente e inconsciente, entre intencionalidad subjetiva y objetividad de un texto que se escapa. En suma, el juego de verdad y falsedad que actúa en la literatura como actúa en el erotismo.

¿A qué se puede llamar entonces Dispositivo Social de la literatura o del erotismo? Hay dos respuestas: la interpretación sustancialista y la interpretación histórica. La interpretación sustancialista concibe al Dispositivo Social como algo exterior a la libido. Es lo que podríamos llamar la escuela de alienación o de la seducción. La variante de la alienación (de Marcuse a W. Reich) piensa así que el capitalismo nos aliena con su sistema represivo y que sólo la liberación del sexo puede salvarnos. La variante de la seducción (la de Baudrillard y los demás posmodernos) considera, al contrario, que el capitalismo nos seduce con la progresiva erotización de sus mercados, sus superficies de diseño y de sugestión global que nos liberan de cualquier problema trascendental y de cualquier sentimiento trágico de la vida. Lo paradójico es que si nos fijamos de cerca nos daremos cuenta de que ambas escuelas piensan que en efecto el erotismo nos libera, bien desalienándonos o bien seduciéndonos, aunque para la primera variante el capitalismo sería malo o represivo y para la segunda variante el capitalismo sería de algún modo bueno por seductor e inevitable. Quizá con mucha más sensatez, un productor de la industria pornográfica (una industria que obviamente maneja millones de dólares al año) se limita a decirnos nítidamente: “El sexo vende y estimula a los medios de comunicación. Vallas publicitarias, películas, anuncios, mensajes comerciales. Es en el sexo en lo que pensamos continuamente” (“El Semanal”, nº 716, julio, 2001). Curiosamente las revistas e incluso los libros pornográficos se consideran en tal industria algo ya casi anticuado, sobre todo tras la aparición del vídeo y en especial del vídeo casero. Es algo que también ha señalado F. Jameson, quizá el mejor analista de la posmodernidad, como se sabe, entendida como “época global” al modo de Dilthey.

Desde mi punto de vista pienso que la otra alternativa, la alternativa radicalmente histórica, se ha analizado muchísimo menos y por razones precisas. Puesto que aquí el Dispositivo Social no se considera exterior a la libido sino interior a la libido. Del mismo modo que no consideramos que exista una literatura en sí, tampoco consideramos que exista una libido en sí. De modo que se le quita a la libido su supuesto valor de categoría sustancial, de categoría independiente que luego ‐y sólo luego‐ sería o bien alienada o bien seducida. Nunca lo he creído así, sino que he pensado, por el contrario, que el inconsciente libidinal está atrapado desde el principio por el inconsciente ideológico. Que Freud se planteara esto en términos de Cultura vs. Naturaleza es sólo una cuestión de su tiempo y no nos lleva hoy a ninguna parte, entre otras cosas porque hoy todo está “artificializado” (y entre otras cosas por eso se considera también a Freud como algo ya tan pasado como las revistas pornográficas, una cuestión antigua). Pero sin duda es algo que también intuyó Lacan cuando habló, dentro de su jerga, del inconsciente como atrapado por el lenguaje o estructurado como un lenguaje. Aunque esto habría que matizarlo muchísimo, con ello llegamos de nuevo al meollo de la cuestión, o sea, al Dispositivo Social no como algo exterior al deseo (como alienación o seducción) sino como algo interior al deseo, como producción de deseos. Suele decirse en este sentido que la oferta crea la demanda, que la sociedad del espectáculo (como la llamó Debord) o la industria cultural de la que habló T. W. Adorno en otro sentido (en suma la televisión y los media, etc.) crean deseos falsos o simulacros porque en el fondo necesitan crear “opinión” entre los consumidores o los espectadores, porque les resulta indispensable “manipular” los gustos del público, etc. Los “media” serían, en suma, “cazadores y diseñadores” plenos de la ideología social. Pero se trata de un proceso muy matizable. Quiero decir: puesto que el inconsciente ideológico lo producen las relaciones sociales, el “espiritualismo moral capitalista” ya existe antes que los media. Estos lo que hacen es darle un caparazón más sólido, canalizarlo en una dirección u otra. Por lo tanto la obsesión por los media ‐que son obsesivos sin duda‐ o es una tautología evidente o es una obviedad mal analizada. En dos sentidos al menos: 1º) Desde el culto a la “Polis” en el esclavismo, o posteriormente, desde las ceremonias de la Corte a las misas dominicales, desde las bodas familiares a la educación escolar (y no digamos los horarios y la organización del trabajo), todo ha sido siempre un simulacro, formas de alienación o de seducción. La intensidad actual del bombardeo de los media es quizá más extensa pero no menos intensa que en las otras formaciones sociales. 2º) La sociedad actual del espectáculo sólo lo es quizá en comparación con las sociedades burguesas desde el XVIII. En el esclavismo se vivía en el espectáculo continuo (desde los Templos al Circo o al Ágora); en el feudalismo, las Catedrales, la Iglesias, los Castillos o las Fiestas de la cosechas eran el único eje de la vida de la gente (los de abajo no eran “gente” y apenas si “vivían”). No se trata, pues, de que estemos retornando al esclavismo ni de que vivamos una nueva Edad Media (esos tópicos nos menos estúpidos) sino de constatar hechos incontrovertibles.

Creo que lo que se trasluce en el fondo de estos planteamientos es algo así como una ilusión histórica asombrosamente distorsionada. Quiero decir, como si se pensase que durante el siglo XVIII y XIX (incluso hasta 1950) se hubiera vivido en unas sociedades imaginariamente “letradas” (el periodismo crítico, la filosofía, la literatura, etc.), serias y profundas, y sin embargo, a partir de 1950 todo se hubiera convertido en frivolidad, superficies, brillos decorativos y alienación o seducción masiva. En realidad lo único que ocurrió es que la guerra fría, los nuevos tipos de acumulación capitalista y el establecimiento del mercado‐mundo, generaron nuevas variantes de la ideología hegemónica y vivencial, variantes que se englobaron bajo el nombre de posmodernidad. Pero insisto en que la alienación y la seducción masivas han existido siempre como formas de explotación, tanto en la explotación del erotismo o la literatura, como en la explotación de la fuerza del trabajo cotidiano. Si no las rebeliones o las resistencias en cualquier aspecto hubieran sido mucho más fuertes de lo que han sido.

Pues esta es la clave de todo. Si como se dice en el Manifiesto de Marx y Engels todas las sociedades históricas que conocemos no son otra cosa que formas de explotación, esa explotación, en plena lógica, no se refiere sólo al nivel económico sino igualmente al nivel político y al nivel ideológico o subjetivo.

De modo que no podemos entender al erotismo como una forma de liberación sino como una de las más sutiles formas de explotación (aunque las contradicciones aparezcan aquí por todas partes, del mismo modo que en la literatura).

Una forma sutil de explotación porque como el comer o el defecar (que en efecto son necesidades biológicas y que Freud y Lacan analizaron como formaciones eróticas pre‐genitales del niño, es decir, la relación boca, ano, cerebro), la sexualidad es otra necesidad biológica, otra necesidad hormonal (el deseo sexual digamos en bloque) que es atrapado y configurado por la ideología familiarista o parental desde el principio, desde el primer vagido, como también nosotros venimos señalando desde el principio: los aludidos “beats” americanos estaban todos fascinados por el Edipo de su mamá. Cuando vivían juntos en Nueva York se peleaban entre ellos y se iban a ver a sus madres, o mejor al contrario, se peleaban para poder ver a sus madres. Lo ha narrado espléndidamente James Campbell en su libro: La loca sabiduría. Así fue la Generación Beat (ed. Alba, Barcelona, 2001). Vuelvo, pues, a referirme así a la libido como inconsciente ideológico interior. Por ejemplo, y cambiando de tercio, cuando la mujer (consciente o inconscientemente) establece un grado cero en su psiquismo sexual. El ejemplo más evidente de que la mujer puede restringir o suprimir su capacidad psíquica sexual nos lo ofrece sin duda el caso de la prostitución. En el delicioso y tragicómico vodevil Irma la dulce, aquella película de Billy Wilder de 1963, cuando Jack Lemmon se enamora de Shirley MacLaine y le dice que tiene celos de que ella se acueste con otros, ella, la prostituta, le responde sorprendida: “Yo no me acuesto con nadie. Esto es sólo una profesión”. Es una respuesta formidable, pero que tiene su inverso. Cuando Lemmon le dice que va a buscar trabajo, ella se echa a llorar. Dice: “¿Es que me consideras un saldo? ¿Qué van a pensar mis amigas, que ya no puedo mantener a mi hombre?”. El inconsciente ideológico aflora aquí como en pocas partes: la chica‐puta necesita a un hombre no sólo para que la proteja como chulo (el Es mi hombre de Edith Piaff) sino para poder borrar (con el uno) a todos los demás hombres con los que se acuesta y que son nadie. En suma, para legitimar su profesión, para establecer la diferencia entre lo privado y lo público, para incrustar un rasgo familiarista en su vida. Claro que todos sabemos que la prostitución auténtica es mucho más brutal y que esta película es un cuento de hadas, como lo es también Desayuno con diamantes, quizá la obra maestra de Wilder, donde también se bordea la prostitución, tanto masculina como femenina. Sólo me interesa señalar el inconsciente ideológico que Wilder sabe situar en las relaciones eróticas de sus protagonistas femeninas, al igual que ocurre en otros dos momentos más literariamente trágicos. Dejando aparte la Ana Karenina de Tolstoi, quisiera recordar dos casos conocidos por todos: el de Madame Bovary y el de La Regenta. Señalemos en principio el aburrimiento, el hastío de M. Bovary, que está convencida de su no‐ser vital y que por eso comete unos adulterios que sin embargo la arrastran al suicidio. Quiero subrayar que Flaubert era un burgués que odiaba su mundo y que ese desprecio lo plasma en el sarcasmo y la ironía objetiva con que está escrita la novela. En primer lugar M. Bovary era un burguesita tonta, malcriada por las lecturas (1), su familia y su marido. Sus amantes son igualmente tontos, tanto el notario como el granjero. Los diálogos iniciales entre el notario y la Bovary acerca de los ideales románticos son una burla feroz de Flaubert. Flaubert se ríe del romanticismo falso tanto como del falso cientifismo que existía en su época. Y además considero incomprensible por qué ha quedado como un tópico literario el hecho de que la Bovary se suicida por amor. En realidad se suicida para evitar ir a juicio porque no tiene dinero para pagar las deudas que ha ido adquiriendo progresivamente. Muy distinto es el caso de su variante española, la Ana Ozores de La Regenta de Clarín, que en realidad está poseída por las palabras del Magistral D. Fermín de Pas. Como se sabe el cura le ha dicho, una y otra vez, que debe liberarse de su obsesión por el sexo, que el sexo es la atracción del infierno, etc. Y así, lógicamente, la induce al adulterio, pero no con el cura (como él hubiera querido) sino con otro, con el don Juan del pueblo, ese Álvaro Mesía al que ella imagina, o mejor convierte en la imagen del objeto de su deseo, y al que se entrega relativamente tarde (en el capítulo 28) porque acostarse con un cura sería intolerable. De cualquier modo ni M. Bovary ni Ana Ozores sienten placer con su adulterio, sino que por el contrario (como diría Lacan al establecer la diferencia entre placer y goce: pero eso es algo que Lacan también toma de Montaigne (2)) el adulterio las condena al suicidio o a la soledad absoluta (3). El arsénico mata a la Bovary. Álvaro Mesía mata en duelo al marido de la Regenta, Víctor Quintanar. El cura y la ciudad la rechazan definitivamente y el final es formidable. Recordémoslo: “Inclinó el rostro asqueroso sobre el de la Regenta y le besó los labios. Ana volvió a la vida rasgando las nieblas de un delirio que le causaba náuseas. Había creído sentir sobre la boca el vientre viscoso y frío de un sapo”. Este beso del sacristán homosexual, que pervierte su lascivia ‐como nos dice Clarín‐ al ver a Ana desmayada en la catedral, nos indica las dos tópicas básicas de La Regenta. El libro, como ella misma, está continuamente dividido casi en una especie de esquizofrenia entre la iglesia y los altos círculos sociales del pueblo, al modo en que se ha señalado que M. Bovary está también dividida entre la iglesia y el hospital, entre lo falso del romanticismo y la superstición y, por otro lado, lo verdadero del cientifismo del último médico, una figura en la que probablemente Flaubert quiso rendir un homenaje a su padre, un médico de reconocido prestigio. Se suele argüir que ambas novelas están escritas por hombres y que sólo indican la presión externa sobre la libido, o la versión que los hombres tenían entonces de las mujeres. Por supuesto que hay algo de cierto en esto, pero creo que en el fondo se trata de un planteamiento erróneo. Marx no era proletario y sin embargo dijo sobre los proletarios cosas que ellos no hubieran podido expresar jamás. Deleuze señala cómo no podemos olvidarnos de Sade o de Masoch cuando hablamos hoy más seriamente del sadismo o del masoquismo. Marie Bonaparte, Lou Andreas Salomé o Anaïs Nin asumieron plenamente el psicoanálisis freudiano. Anaïs Nin, después de psicoanalizarse con Otto Rank, se intentó autoanalizar (y a la vez ganar dinero) escribiendo no sólo sus Diarios (muy autocensurados) sino sobre todo su Venus erótica, quizás los relatos más descarnados escritos (como ella decía) por primera vez desde el punto de vista de una mujer. Aunque la pregunta de Freud, ¿qué desea la mujer?, siga aún sin respuesta. Y teniendo en cuenta además que tanto en el caso del socialismo como en el caso de la mujer, Freud no dio sino respuestas grotescas. En realidad una sola respuesta, y siempre la misma: la envidia. El inconsciente libidinal de la mujer sólo se explicaría por la envidia del pene y el inconsciente revolucionario de los proletarios sólo se explicaría por la envidia hacia los ricos. Uno llega a pensar si Freud no transparenta aquí una doble envidia real y muy personal: su envidia hacia la mujer (sus tendencias homosexuales eran obvias) y su envidia hacia los ricos durante los muchos años en que él no logró triunfar. De cualquier modo Madame Bovary y La Regenta no muestran sólo la ideología del autor o de los autores, sino un campo objetivo mucho más complejo que no podemos desechar basándonos sólo en esa supuesta visión masculina que a veces hoy ciertas feministas aún les reprochan. Evidentemente Flaubert y Clarín quisieron mostrar tanto la doble moral hipócrita de la sociedad burguesa, incluida la mujer (en el caso de Flaubert), como la opresión de la sociedad civil y sobre todo religiosa en el caso de La Regenta. Pero insisto en la cuestión de que el hecho de que estas dos novelas clásicas las escribieran hombres no implica que en ellas no se dijeran muchas más cosas de las que ellos querían decir. La objetividad literaria existe realmente y eso nos permite leer hoy múltiples cuestiones que quizá en la época no se detectaban o aparecían sólo como subliminales. Por una parte, don Leopoldo Alas, “Clarín”, el catedrático de Filosofía del Derecho de Oviedo, se arrepintió al final de su vida de sus ideas liberales y reformistas, se arrepintió de haber escrito La Regenta y “dudó” en Su único hijo (otra versión distinta del adulterio) y se convirtió en un “espiritualista filosófico”. Es un problema personal que no podemos explicar aquí. Pero lo sintomático es que Flaubert, al morirse, considerara que la Bovary le iba a sobrevivir, la considerara como algo ajeno a él, mientras que no cesaba de repetir, por el contrario: “Madame Bovary soy yo”. Y ya apuntábamos que el decir “yo soy” es la clave de toda la configuración del erotismo y de la literatura. Flaubert evidentemente sólo mostraba ahí su orgullo de escritor, de creador, pero en el texto lo significativo es que en uno de los paseos con su perro que ella solía dar por el campo para matar el aburrimiento y sumirse en ensoñaciones cúrsiles sobre la vida de París con sus óperas y sus bailes y pasiones perversas, de pronto Emma Bovary exclame: “¡Por qué me habré casado!”. El idealismo de Emma es, decimos, pequeñoburgués, dinerario: su marido no tiene ambiciones; en cambio Ana Ozores asume un idealismo absoluto, va “de verdad” en su sueño de vida. De ahí la distinta imagen de su conocida exclamación: “Casada... Todo se acabó antes de empezar”. Naturalmente Ana Karenina también “va de verdad” en el amor, solo que el “misticismo campesino” de Tolstoi la hace suicidarse arrojándose al tren, la pesadilla maligna de la modernidad industrial. Pero lo que quiero resaltar es que, de un modo u otro, la relación casamiento/adulterio no es un modelo exterior, es algo que tanto Emma como Ana Ozores llevan dentro, antes de ser alienadas o seducidas (es sintomático que las contradicciones sociales resulten de una objetividad más brutal en Tolstoi). El adulterio se consideraba como una forma erótica y vital de transgresión o sea, de posible auténtica libertad (aunque evidentemente el adulterio era una convención que no transgredía nada) pero con esa transgresión a fin de cuentas ambos personajes intentan decir yo soy, y su adulterio nos revela no sólo el inconsciente de los propios creadores, sino a la vez todo el inconsciente global de la época.

Y aquí entramos otra vez en el eje del problema: ¿qué significa hoy decir yo soy, como Flaubert respecto a la Bovary o como Emma Bovary respecto a sí misma?

En este aspecto las historias de la literatura erótica, digamos la del surrealista Alexandrian, publicada en 1989 en París (y en el 90 en España) o el libro El sexo en la literatura (1997) absolutamente irregulares ambos ‐al igual que la más cruda antología sexual de Pitt‐Ketley, Fiona, (ed.): The Literary Companion to Sex, 1992‐ pueden servirnos como buenos catálogos e incluso buenos análisis de la relación entre literatura y erotismo. Pero al considerar a la literatura y al erotismo como un en sí sustancial, apenas nos sirven hoy más que como informaciones testimoniales de una época, de un “ayer mental” que es un casi “ahora”, en el que aún se suponía que el sexo existía por sí mismo y se pretendía que escandalizase bajo la máscara suavizadora del erotismo (por supuesto que la sacralización del erotismo que hicieron surrealistas como Bataille supone otra historia (4)).

Pues el carácter de Dispositivo Social de la libido en su sentido interno, es decir, entendido como atrapamiento ideológico del deseo, implica hoy al menos tres caracteres básicos. En la ideología fundamental de la globalización capitalista actual de lo que se trata es precisamente de construir la imagen continua del sujeto libre, autónomo y plenamente individualizado en la competitividad atroz del mercado: ser ganador o perdedor, winner o loser, esa es la imagen. Ahí sí que surgen las envidias, las rencillas y los rencores. Quizá habría que preocuparse no sólo por las enfermedades físicas del capitalismo sino por las enfermedades psíquicas que provoca. Y cuando hablo de enfermedades psíquicas quiero decir que incluso la imagen posmoderna del sujeto fragmentado o descentrado carece hoy ya de valor. Pues el problema es éste: ¿Cómo se construye y se reafirma la imagen del sujeto libre plenamente realizado y por tanto plenamente competitivo? Indudablemente a través de tres procesos en la escalera libidinal y/o ideológica. El primer paso, como decíamos, es la imagen del propio cuerpo la que necesita construirse. Ello implica obviamente la necesidad del culto al cuerpo, del aura del cuerpo, como primer escenario (y siempre diferenciando entre el funcionamiento del cuerpo del hombre y de la mujer). Dado que el cuerpo emite e irradia pulsiones libidinales está claro que la ideología dominante potenciará al máximo lo que Freud llamó narcisismo libidinal, le dará forma y contenido. Tanto en el deseo de escribir, como en el deseo erótico o en el cotidiano deseo del poder sobre el otro o los otros. Quítate tú para que me ponga yo, esa es la competitividad, lo que Foucault llamó la microfísica del poder. No una competencia en el saber hacer las cosas, sino una competencia entre el yo y el otro al que hay que desplazar. Se produce así una autoerotización de la propia imagen muy cercana en efecto a la paranoia, como esbozó Freud al separarse de su relación homosexual con Fliess y como ha señalado con certeza F. Jameson respecto al cine actual. El aura del cuerpo y la autoerotización del narcisismo serían pues los dos peldaños básicos de la escalera. El paso definitivo consiste en una especie de retorno al origen, una conclusión obvia de los dos procesos anteriores: la aludida construcción del sujeto libre como yo autónomo y plenamente individualizado, convencido de sí en su capacidad de competencia con el otro, a nivel literario, laboral o a nivel erótico. Aniquilar al otro es la clave de la competitividad, aunque siempre se necesite al otro, quizá precisamente para aniquilarlo. No hay más secretos en nuestro mundo pero sí múltiples problemas, sobre todo si mantenemos el triángulo básico de conceptos: o sea, clase, etnia y género.

Pues el otro triángulo, el del cuerpo bello, el del narcisismo erotizante y la imagen de sujeto libre y autónomamente individual y competitivo, se da de cara, choca de frente con el triángulo de clase, etnia y género. No se trata de que se intente interiorizar un modelo exterior. Se trata por el contrario ‐y esa es la base‐ de que ese modelo lo llevamos ya interiorizado. Lo que podríamos llamar de nuevo “la capitalización moral del espíritu” o el “inconsciente como capitalismo moralizado”. Repito: no se trata de que el capitalismo nos aliene o nos seduzca sino que se trata de que el capitalismo nos produce, nos construye. Las contradicciones surgen siempre a partir de ahí. La represión y el consenso son sin duda la clave de todo, pero creo que la represión coercitiva es mucho menos importante que el consenso interior que ya llevamos desde siempre. El problema no estriba tanto en interiorizar el modelo, pues ya lo tenemos interiorizado, sino que el problema radica en el verdadero eje de toda la cuestión: en la exteriorización del modelo, en lo que se ha llamado la autopercepción de cómo nos vemos, lo que en el fondo supone una manera oblicua de asustarnos ante cómo nos ven el otro o los otros. El modelo es el espejo interior desde el que necesitamos presentar nuestro doble exterior, el único fantasma real que existe (el otro fantasma único es el de la muerte física, pero también existe esta posibilidad del agostamiento psíquico). Pues está claro que no todo el mundo puede ser una estrella de Hollywood o de la pasarela, ni mucho menos tener un poder incluso microfísico. La imagen feliz del yo autónomo, individualizado y competitivo, de acuerdo con el modelo establecido, se tambalea en cada momento. Si no tenemos tiempo (todo nuestro mundo es un contrato temporal o un contrato basura), si no tenemos espacio (no sabemos el sitio ni el lugar en el que estamos o en el que estaremos mañana) ¿cómo vamos a decir yo‐soy, ese algo que necesitamos imprescindiblemente para competir en el mercado literario o erótico? Y sin embargo parece imposible separarnos de tal imagen, porque insisto en que tal imagen nos tiene “atrapados/construidos”. Exteriorizar el modelo es la única manera de competir en el mundo erótico o laboral, exactamente igual que ocurre en el caso de la literatura. Como venimos diciendo desde el principio, el erotismo o la escritura literaria no son sino exactamente eso: no maneras de decir yo, ese fantasma, sino muy al contrario maneras de construir la imagen del yo soy, un yo soy competitivo que supone casi siempre un túnel sin salida.

Puesto que decir yo soy significa incorporar exteriormente el modelo a través de imágenes simbólicas o sublimadas: un exceso en la norma, un sueño imposible. Las turbulencias radican en que el interior es prácticamente incapaz de convertirse en lo real exterior. Como indicábamos también, la imagen mental es decisiva en este sentido. Claro que la ideología dominante sabe de sobra lo que todo el mundo quiere, porque ese “querer” lo fabrica ella misma. Por ello indico que es ridículo afirmar que la oferta crea la demanda, como si esas fueran cuestiones externas a la libido o al deseo. Si el inconsciente ideológico dominante construye y conforma a nuestro inconsciente libidinal, a nuestra producción de deseos ¿cómo no va a saber esa ideología lo que quiere saber, o sea, lo que queremos desear? Freud hablaba de una economía libidinal del deseo (para no desarreglarlo) pero Marx hablaba de que ese desarreglo era inevitable. Marx señalaba así que la miseria material provocaba inevitablemente una miseria moral. Y no me refiero sólo a los pobres o a los inmigrantes, sino a la miseria material del no tener tiempo ni espacio, que es lo que ocurre en general hoy respecto a casi todos los trabajadores sociales, incluso en el interior de la propia fortaleza occidental, la verdaderamente hegemónica.

El problema no estriba, pues, en cómo interiorizar el modelo (es nuestra subjetividad) sino en cómo exteriorizar el modelo. En primer lugar el modelo es interclasista e incluso intersexual y no hay diferencias prácticamente tampoco entre lo urbano y lo rural. Esas diferencias las han borrado la televisión y el resto de los media. Como en cualquier sistema, los de abajo viven en esquema los valores ideológicos de los de arriba. El escritor húngaro britanizado Stephen Vizinczey, el autor de En brazos de la mujer madura, se preguntaba, no sin motivos personales, cómo era posible que Marx y Engels se plantearan transformar el mundo a través de una gente tan inculta y tan pequeñoburguesa en el fondo como el proletariado industrial o urbano ‐se olvidaba, obviamente, de la objetividad de la explotación de clases‐. Sin hablar de los campesinos rudos y semianimales según señaló también un marxista radical como Antonio Negri respecto a su propio abuelo: “No era sólo un explotado, era una bestia”, decía Negri (5). De ahí la lucha por la cultura en general que emprendieron los socialistas utópicos (y también los krausistas españoles) y de ahí la lucha de Lenin, de Gramsci o de Bertolt Brecht no por la cultura proletaria ‐esa estupidez en la que sólo creía Pasolini‐ sino por una cultura de izquierdas, algo que supusiera el fin de las clases y la defensa de la vida frente a la explotación mortífera de cada día (6). Nunca ha habido una cultura proletaria ni mucho menos una cultura proletaria del cuerpo (7).

En el interclasismo global, en el mercado del cuerpo erótico, se lucha sólo por el matiz, como en la moda. Todo se convierte, decimos, en estrategias o estereotipos de competencia. Demostrarse que uno es competente significa en definitiva entrar en competencia con los otros. Lo que supone estar atentos al cambio de los modos y las modas del cuerpo erotizante, desde el veraneo a la barbacoa del fin de semana. Porque podríamos hablar de que hay un capital constante (lo invisible que no cambia) y un capital variable (lo visible) que necesita el mercado de cuerpos para funcionar como cualquier otro mercado. Cuando las variables se convierten en constante, el mercado nos conduce a una nueva variación, a un nuevo cambio. Así por ejemplo en el mercado literario se llevan hoy la moda joven y las literaturas temáticas (las escritas por negros, homosexuales, feministas, etc.) Una muestra más de que el capitalismo se aprovecha de cualquier insurrección. En el mercado del cine, desde que los grandes “Estudios” fueron absorbidos por las multinacionales, se abrió ampliamente la mano para la violencia asesina y el erotismo casi pornográfico.

Y sin embargo subyace un problema verdaderamente profundo, señalado en este caso también por “socialistas” como Negri, Eagleton o Bourdieu. Evidentemente el sostenimiento de la sociedad civil es algo decisivo en USA (y en todo occidente), precisamente como sustituto de la política. En EE.UU. apenas vota el 20% de la población, y cuando se llega al 30% es porque la derecha republicana intenta impedir las aspiraciones de los hispanos o de los negros. Eagleton ya señalaba cómo en este mundo pacífico y bello las contradicciones estallan por todas partes. Desde el principio, como indica también Negri, conviene distinguir entre explotación y dominio. Una mujer rica en N.Y. está siempre sublimada como rica, al igual que un “moro” rico en Marbella no es un moro sino un rico: “moros” son sólo los de las pateras. Del mismo modo habría que hablar por supuesto de los deportistas negros del baloncesto americano o de las estrellas de color de Hollywood. Sin embargo una portorriqueña pobre en N.Y. (por seguir en la capital de nuestro mundo) será siempre una hispana, explotada y dominada a la vez. Con una consecuencia obvia que es la que siempre quiero volver a reiterar: cuando la miseria material no permite exteriorizar el modelo, inmediatamente se genera la miseria moral, incluidas las depresiones y las neurosis, por no hablar de la droga y el crimen. Y ya he señalado que cuando hablo de miseria material me refiero a la inestabilidad en el tiempo y a la inestabilidad en el sitio, en el espacio del trabajo o del mañana inmediato, algo que hoy sufren evidentemente casi todos los trabajadores, sean manuales o intelectuales, hombres o mujeres. Las señales de auto‐reconocimiento y de competencia en el mercado, del espejo sacado hacia fuera e imposible de manejar desde dentro, toda esa imposibilidad provoca, obviamente, el desquiciamiento psíquico de que hablaba Marx y de que hablaba Freud.

Incluso hasta bordear la psicosis personal (como en la obra maestra de Hitchcock: otro Vértigo) o la neurosis colectiva que vemos normalmente en la televisión o en la vida diaria. Ocurre que el modelo, a través de las luchas del XIX y el XX, ya no permite el conformismo o la resignación ante la miseria y la inestabilidad. Hoy el quiero y no puedo se ha vuelto dramático en un aspecto bien significativo: en vez de provocar la rebelión contra el sistema, provoca la rebelión contra uno mismo. Y cuando el espejo se estrella contra uno mismo el desquiciamiento psíquico resulta inevitable. De ahí el verdadero sentido de la correlación entre miseria material y miseria moral. De ahí que haya hablado del erotismo como figura de explotación. La obsesión por el culto al cuerpo y por la competencia erótica nos pueden convertir en neuróticos, incluso, como también indicábamos, las neurosis derivadas de la obsesión por la salud y por ser siempre joven. El capitalismo necesita una fuerza de trabajo sana y joven, eso es evidente, pero a la vez el mercado ideológico o simbólico necesita el espejo interior de “dar la imagen”. Pero una imagen que sea una erotización progresiva de todo y en este sentido sí que podemos hablar de alienación y seducción, porque donde el todo se juega es de hecho en el intento de dar la imagen exterior. El problema surge, repito, cuando interiormente uno no se auto‐reconoce o uno cree que no puede construir su espejo. Entonces es normal que el espejo salte en mil pedazos. No se trata en realidad de acusar al capitalismo por su doble moral hipócrita, puesto que el capital es lo único que verdaderamente está por encima de cualquier cuestión moral (aunque lógicamente, decimos, “moralice” el inconsciente de sus relaciones sociales). Y es una lástima que Nietzsche no se diera cuenta de esto ni de que el capital tenía que corromper necesariamente hasta la más mínima de sus ilusiones sobre el vitalismo estético (8).

Pero para finalizar insisto en que tampoco “corrupción” es un término adecuado. El problema que planteábamos es cómo el capitalismo interior, el que construye nuestra libido y nuestra ideología, nuestra literatura y nuestro erotismo, nos sigue permitiendo decir yo‐soy, de qué modo podemos exteriorizar el modelo interno, sacar afuera el espejo que queremos que nos refleje.

Por lo que hace a la literatura me temo mucho que el porvenir sea oscuro, sobre todo en los países más industrializados o maquinizados. Cuando Montaigne se inventó el ensayo dijo sencillamente: “Yo soy la materia de mi libro”. Cuando Cervantes se inventó la novela dijo sencillamente: “Yo soy el primero que he novelado”. La técnica no va a acabar con la literatura como pensó Heiddeger o como piensa Bloom. A fin de cuentas la imprenta no creó la literatura ni la pantalla portátil va a acabar con ella. En realidad la cuestión es mucho más compleja. El problema estriba en que se supone que hoy ya no hay problemas en la Fortaleza. El capitalismo actual imagina, como decimos, que el sujeto que ha construido (masculino o femenino) es el ideal del yo (9) autónomo, libre y plenamente individualizado y competitivo. Dado que eso se afirma como un hecho, no habría pues verdaderos problemas para decir yo‐soy. Y los ellos o ellas que no lo consiguen no son considerados como miembros del pasaje de a bordo de este avión.

Desde tal perspectiva la literatura o la filosofía serían mera retórica o meros adornos superfluos. El problema del yo soy se habría trasladado en cualquier caso no sólo (o no tanto) hacia la técnica, sino hacia la aludida necesidad de dar la imagen, al problema de exteriorizar adecuadamente el espejo y a las imágenes señaladas: desde la obsesión neurótica del cuerpo a la obsesión neurótica por la salud o la juventud. No sólo es que el capitalismo organice también las normas de nuestro tiempo de ocio, esos fines de semana o esas vacaciones que curiosamente fueron conquistas de los trabajadores. Es que el mercado nos impulsa a vivir con el espejo puesto. De modo que la erotización global parece el único modo en que hoy se puede decir yo soy. Solamente en el tercer mundo, sobre todo en el latinoamericano, la fuerza del yo soy sigue siendo la fuerza literaria, digamos la imagen de Borges o García Márquez. Desde los años cincuenta hasta los noventa esa imagen fue desapareciendo progresivamente en USA y en Europa. En USA, en los años cincuenta, Lionel Trilling ya indicaba que la literatura americana era absolutamente pálida porque se consideraba que el mundo estaba bien hecho. Pedía una nueva pasión literaria como la de Proust, Joyce o Kafka, incluso citando al americano britanizado T. S. Eliot (10). En los años noventa F. Jameson no puede ser más implacable: la literatura se ha acabado.

Pienso más bien que el problema del yo‐soy construido por el mercado capitalista sigue siendo irresoluble, y que la literatura (leer y escribir) será aún durante mucho tiempo una cierta brecha de solución alternativa. Pero si el problema de la literatura es evidentemente brumoso, más oscuramente aún se nos presenta la cuestión del erotismo: tener que llevar continuamente el espejo sobre los hombros es demasiado excesivo tanto para los hombres como para las mujeres.

¿Podremos alguna vez exteriorizar nuestro espejo sin necesidad de desquiciarnos o de convertirnos en neuróticos? He ahí la pregunta que dejo flotando, porque efectivamente no tiene respuesta.

(Notas):

(1) Que las mujeres leyeran, y en especial lo que leían (es decir, folletines o «romances sentimentales») era precisamente lo que el «orden» decimonónico no podía soportar. Pero hay un salto, una clara distancia entre la imagen de la mujer «bachillera» del XVII y la imagen de la mujer lectora (y por tanto plausible escritora) del XVIII‐XIX. En La dama boba Lope escribe unas líneas claves y quizá conocidas: «¿Quién le mete a una mujer/ con Petrarca y Garcilaso/ siendo su Virgilio y Taso/ hilar, labrar y coser?». Años antes Fray Luis de León había escrito La perfecta casada y había aconsejado a Santa Teresa que se rebajara en su estilo literario. Siempre se ha denostado ese texto «leonino», pero se suele olvidar que el libro de Fray Luis deriva en gran medida de ilustres proto‐ liberales como Erasmo o Juan Luis Vives. A fines del XVII la escolástica jesuítica, en los libros, los sermones o el confesonario se vuelve cálida: se introduce en los secretos matrimoniales y su dominio sobre la mujer se convierte en absoluto. La ciencia sexual y jurídica del XVIII‐ XIX también se introduce en la sistemática del cuerpo de la mujer, pero de manera mucho más fría y precisamente contra los curas: así libros como Teresa, filósofa, etc. Virginia Woolf inició el estudio en serio de las novelistas del XIX, buscando tras aquella prosa las «estrategias del débil»: por ejemplo las diferencias entre Jane Austin y Charlotte Brontë, y la necesidad económica/ social de conseguir al menos una habitación para sí mismas. Virginia Woolf es absolutamente lúcida en esto, pero no tanto en su androginismo: decir, por ejemplo, que la obra de Shakespeare sería buena por su carácter andrógino mientras que a Milton le sobraría un exceso de «masculinidad».

(2) Digamos en esquema que la diferencia lacaniana entre goce y placer implica variantes en el interior del principio autodestructivo: mientras el goce sería desequilibrado e inefable, el placer sería lo fable y lo no desequilibrado. Por supuesto que la dialéctica lacaniana es mucho más compleja, pero nos basta con este esbozo en torno a la pulsión de muerte. Quizá por eso Lacan añade una segunda vía al goce, es decir, el plus‐de‐goce que supondría una reactivación de la energía psíquica, etc.

(3) El suicidio o la soledad vuelven a llevarnos a la situación de la mujer como mercancía en el mercado vital del último tercio del XIX hasta la mitad del XX. Balzac lo dijo con claridad en un esquema repetido hasta el extremo: en ese mercado de vidas la mujer funcionaba como ángel del hogar o como demonio. Algo que puede hallar una ejemplificación perfecta en las Sonatas de Valle. Pero existe también una tercera cuña que no se ha explicitado en exceso: lo privado se subdivide entre la privacidad (privacity) y la domesticación. La propiedad privada es otra clave masculina, que en cierto modo comparte con la mujer, pues es la clave de las relaciones capitalistas. Y por eso en el ámbito burgués hay una diferencia enorme entre el capital privado o familiar y el llamado capital público. Obviamente no es lo mismo la propiedad privada de una casa –o de una inteligencia‐ que la propiedad privada de los medios sociales de producción. No es lo mismo la propiedad o posesión privada de un cuerpo femenino o masculino que la propiedad privada de un Banco. Lo sintomático es que en esta bisagra del XIX‐XX a la mujer se le atribuyese ya claramente no el papel de lo privado en abstracto sino en concreto el papel de la domesticidad (de los hijos y del marido), es decir, no tanto domesticarse a sí misma (a sus «pasiones naturales», como pedía Rousseau) sino domesticar a la fiera que había en su jaula, sobre todo al hombre «nocturno», que a su vez tenía poder de violencia absoluta sobre ella. Ese doble sentido de la domesticación, como relación entre el contrato social y el contrato sexual, es lo que no se ha estudiado en exceso. Por ejemplo la ambigüedad que Galdós establece entre los dos contratos sexuales de Fortunata y Jacinta que son de hecho dos contratos sociales. Cuando Fortunata se toma el «huevo crudo» en el mercado Juanito Santa Cruz la identifica directamente con el pueblo «natural y vivo», la vida que no le va a dar la domesticada y domesticadora Jacinta. Ese huevo crudo (que serviría a la vez para que Fortunata fuera despreciada en tanto que «pueblo») es uno de los inolvidables hallazgos galdosianos, tanto como la invención del «doble» (mucho antes que Borges) en su Zumalacárregui.

(4) Y desde los años 60 del siglo XX la voz femenina del cuerpo también es otra cosa bien distinta: baste con recordar El cuaderno dorado, de Doris Lessing (1962) o La pasión según G. H., de la brasileña Clarece Lispector (1964), dos obras maestras, como lo son en general los textos de M. Duras.

(5) Esa imagen del «abuelo» la ha suavizado mucho el propio Negri en un reciente libro de entrevistas: Del retorno. Abecedario biopolítico, Debate, Madrid, 2003.

(6) En el fondo se trataría de analizar las formas de vida de la explotación y por supuesto a los explotados‐ de este momento en que ha desaparecido la Fábrica como eje del proletariado ciudadano y por tanto la unificación de la «conciencia de clase» en el mundo occidental: ¿sólo quedan los fundamentalismos étnicos, nacionalistas y religiosos que precisamente niegan la explotación de clases interior?

(7) Esta es una de las imágenes absurdas de Foucault, el «anarquista ilustrado» que en el fondo creía en la sustantividad del «hombre libre». Marx sin embargo señaló ya que la cuestión era mucho más difícil de lo previsto: «Sin transformación de la educación, decía Marx, es imposible conseguir la transformación social; pero sin transformación social es imposible una auténtica transformación educativa». Este círculo ciego es clave en cualquier sentido.

(8) Por su parte la estética negativa de Adorno (el arte como liberación frente a la sociedad cosificada) sólo ha servido para que los estetas posmodernos hayan realizado sus exquisitos palimpsestos: escrituras sobre escrituras fagocitándose a sí mismas. Tanto que hasta su máximo defensor, F. Jameson (¿por qué pensaría que Adorno era marxista, como le preguntaba continuamente Eagleton?) ha buscado otros caminos, quizá a partir de Brecht o quizá ya a partir de nada.

(9) Utilizo el término de una manera histórica. No en su ambiguo sentido del circuito interno psicoanalítico, puesto que hay términos que no se pueden extrapolar fuera de ese circuito.

(10) Los críticos más supuestamente “extremistas” hablaron de pieles rojas y rostros pálidos. Pieles rojas serían los Norman Mailer, etc.; rostros pálidos serían Eliot o H. James. Pero esa cuestión se plantea hoy en otros términos.

Fuente: Introducción a 'Literatura, moda y erotismo: el deseo', Juan Carlos Rodríguez, Ed. de Asociación para la Investigación & Crítica de la Ideología Literaria en España, Los libros de Octubre. Granada, Noviembre de 2003.

(Continúa en esta entrada. Leer aquí)

El último adiós a Juan Carlos Rodríguez

Amigos, compañeros y alumnos de Juan Carlos Rodríguez se unen a la familia en el último adiós al intelectual granadino. Música y poesía se dan la mano en la emotiva ceremonia de despedida

No se ha acabado nada, todo está vivo, latiendo en los corazones al ritmo de su canción favorita Moon River cantada así, de repente, sin ni siquiera el acompañamiento de una guitarra. "Como hacíamos en casa, a él le encantaba pedirme canciones, y esta era una de sus preferidas, le gustaba mucho la película Desayuno con Diamantes", comentó su hija Cristina Mora.

La conocida cantante de jazz desafió la emoción del momento y las lágrimas que asomaban a sus ojos, entonó los acordes y dejó caer, como si fueran los brillantes que admiraba Audrey Hepburn desde el escaparate de la 5ª Avenida, los acordes compuestos por Henry Mancini.

No se ha acabado nada. Juan Carlos Rodríguez viaja ya por ese río ancho, formando sueños. Ayer estaba vestido con su mejor traje de seda fría, con ese que había elegido para el día de la boda de su sobrina, boda a la que finalmente no pudo asistir. Y con esa corbata granate que se podría haber puesto, perfectamente, para ir un día cualquiera a clase.

Un gesto de serenidad en el rostro, como si escuchara con mucha atención un poema sublime o estuviera examinando a uno de sus queridos alumnos que tanto aprendieron con él...

No se ha acabado nada porque allí, en la mano de su mujer, la poeta Ángeles Mora estaba su elegante sombrero, esa prenda que lo caracterizaba y que le daba ese aire tan especial y distinguido. "Era un seductor, como también lo fue mi padre", decía su hermana Marina recordándolo. "Muy especial y con muchos contrastes, una de sus frases favoritas era en la vida hay que saber de todo, hasta de fútbol".

En una ceremonia muy íntima, corta y emocionante, su familia, amigos, compañeros de Universidad y alumnos dieron el último adiós a Juan Carlos Rodríguez.

Un último adiós entre muchas comillas porque las enseñanzas de los profesores que han sido excepcionales perduran por siempre, y se transmiten de generación en generación, igual que seguimos repitiendo las frases de los grandes, igual que él parafraseaba a Unamuno con ese "decíamos ayer".

Pues decíamos ayer. Que el maestro Juan Carlos Rodríguez se ha marchado rodeado de la emoción y del amor de todos. Un amor que reflejaba el poema que su esposa, Ángeles Mora, tuvo la fortaleza de leer, porque lo escribió pensando en él partiendo de esas palabras preciosas "Tú me acostumbraste".

Un poema que dejaba traslucir la complicidad que unió durante años a una pareja dedicada a las letras, a la poesía y la enseñanza. Con tantas cosas en común, tanto que contarse y que decirse quizás bajo unas mantas o apoyados el uno en el otro pasando las páginas del libro de la vida.

Además de ese Moon River sonaron dos temas más muy significativos para Juan Carlos. El tango Malena y el himno que guió su ideología de izquierdas, La Internacional que todos los asistentes tararearon recordando años mejores, años de juventud.

Por segundo día consecutivo, en el cementerio de Granada se reunieron personalidades vinculadas a su vida y trayectoria literaria. Deja una obra extensa y profunda, escrita con la lucidez que le caracterizaba, donde destaca una veintena de títulos. Entre ellos De qué hablamos cuando hablamos de Literatura (2002) y De qué hablamos cuando hablamos de marxismo (2013). También Teoría e Historia de la producción ideológica. Las primeras literaturas burguesas (1974) y Sobre la escritura del Quijote (2001).

Con El escritor que compró su propio libro, el catedrático de la Universidad de Granada ganó el I Premio Josep Janés de ensayo literario, convocado por Random House Mondadori.

Este ensayo propone una nueva interpretación de El Quijote, alejada radicalmente de las lecturas idealistas o románticas. Una de las teorías expuestas es que El Quijote fue el primer libro de la literatura española que expresa directamente su intención: ser leído masivamente. De hecho, una de las últimas y brillantes conferencias que ofreció el catedrático emérito tuvo lugar en la pasada Feria del Libro de Granada, dedicada al IV Centenario de la muerte de Cervantes. En todas sus apariciones, incluyendo la dirección de la Cátedra Federico García Lorca de la UGR que también ejerció, su labor fue original y encomiable.

Juan Carlos Rodríguez. Cuando el reino es de la palabra...

(Fuente: "Cuando el reino es de la palabra", Brígida Gallego-Coín, Granada Hoy, 26/10/16)

Para leer el ‘Quijote’ (Juan Carlos Rodríguez)

Juan Carlos Rodríguez es catedrático de Literatura en la Universidad de Granada

El profesor, uno de los referentes de la crítica literaria española, hace una propuesta de lectura sobre la verdad en la obra cumbre de Cervantes

"¿Qué es lo que leemos nosotros en los dos libros del Quijote?", se pregunta, frente a la visión de la novela como un libro de burlas

I.-

Voy a intentar contar algo sobre dos historias. Especialmente cómo y por qué esas dos historias se cruzaron un día y ya no volvieron a separarse nunca. Hasta hoy.

La primera historia es la de Miguel de Cervantes, un nombre y un solo apellido. Años después, sin que sepamos por qué, se añadió el apellido Saavedra, tal como aparece en la portada de la primera edición del Quijote, la que lleva la fecha de 1605.

Quedan aún miles de puntos oscuros en la historia de Cervantes. Pero a nosotros nos interesa resaltar esta cuestión de los apellidos porque en el XVII obviamente los apellidos suponían la clave ideológica para mantener el orden simbólico y de poder en una sociedad tan vertical, tan jerarquizada de arriba abajo, como era la España de la época. Las sociedades verticales o nobiliarias se mantienen, entre otras cosas, gracias a esa presencia brutal, esa imagen frontal del linaje que legitima al de arriba para poner su pie sobre los de abajo. Los apellidos son, evidentemente, la memoria del pasado. Y esa memoria “viva” del pasado es el eje que sostiene todo el edificio de los linajes, del mundo de los ancestros. La sangre hereditaria que vampiriza a los demás para perpetuar la existencia de condes, duques, marqueses, reyes, etc. (y además todo sacralizado). La memoria del pasado es, pues, fundamental en el XVII, y sin embargo el Quijote se escribe desde una perspectiva completamente distinta y nueva: no desde la memoria del pasado sino desde la memoria del presente.

O, al menos, esa es la cuestión básica que pretendo plantear aquí.

Claro que hay más cuestiones en esta historia. De los primeros años de Cervantes sabemos muy poco, y desde luego nada que permitiera augurarle una “carrera literaria”. Sabemos, sí, que la mala suerte le acompañó siempre. ¿Qué más sabemos? Que con veinte años huyó de la península a Italia por haber herido a un tal Segura en un duelo. La orden de detención implicaba cortarle la mano derecha a Cervantes. Nada menos. Cuatro años después lo encontramos enrolado en los famosos Tercios que constituían la columna vertebral del Imperio hispánico y luchando contra los turcos en Lepanto. Allí perdió el uso de la mano izquierda. ¿No es un espejo borgiano? Huye para que no le corten la mano derecha y en Lepanto pierde el uso de la mano izquierda. A mí siempre me ha fascinado esa imagen fantástica (en cualquier sentido) que, repito, parece de Borges: salva la mano derecha pero pierde el uso de la izquierda. Cinco años de soldado fueron muchos años y Cervantes siempre se sintió orgulloso de ese “oficio profesional” del que continuamente alardeó.

Luego otros cinco años largos cautivo en Argel. ¿Qué fue Cervantes en aquel nido de piratas? Sólo pudo ser una “cosa con precio”, y con un precio elevado además. El resto son suposiciones y nebulosas. Es liberado con 33 años y como se le niega el “paso a Indias”, ingresa en el otro gran Aparato nuevo (junto con el Ejército profesional) del nuevo Estado: es decir, ingresa en la Burocracia estatal como recaudador de Hacienda. Casi 15 años recorriendo Andalucía de parte a parte. Como la alta nobleza, la auténtica “sangre azul” no pechaba, es decir, no pagaba impuestos, Cervantes se las tuvo que ver con los ricos, con los campesinos y con la Iglesia. Fue excomulgado y estuvo en la cárcel. La mala suerte le seguía persiguiendo y Hacienda le estuvo pidiendo cuentas durante algún tiempo más. No debió quedarle un buen recuerdo andaluz puesto que Cervantes impide que don Quijote pase de Sierra Morena. Literariamente lo “despeña” en Despeñaperros. No sé si fui muy afortunado al escribir esta frase, pero vale como ejemplo plástico.

¿Qué hace Cervantes entre 1598, el año en que se supone que ya está libre de la cárcel sevillana y en el que escribe el fabuloso soneto Al túmulo de Felipe II —“honra principal de mis escritos”, nos dice él— y 1603 en que se presenta en la Corte de Valladolid para reunirse con su familia compuesta exclusivamente de mujeres? Lo único que podemos decir es que se buscó la vida, esa frase tan española, en pequeños y dudosos negocios, que siempre debieron salirle mal pues llegó a la Corte arruinado y viviendo de alquiler en una casa de vecinos. Y otra vez la mala suerte: en la puerta de esa casa es asesinado una noche el caballero navarro Ezpeleta. El jefe de la policía vallisoletana durante unos días encerró como acusados a Cervantes y su familia femenina: su mujer, Catalina de Palacios y Salazar, sus dos hermanas (Andrea y Magdalena), su hija natural, su sobrina, su prima… Lo que me fascina es el interrogatorio policial y la respuesta de la hermana Andrea. Cuando se le pregunta quién es Cervantes su hermana apenas puede balbucear: Es un hombre que escribe y que trata negocios.

Un hombre que escribe… Como de los negocios ya hemos hablado es ahora cuando nuestra historia cervantina se cruza inesperadamente con la otra historia, la del Quijote. En un interrogatorio policial. También nosotros podemos actuar de detectives a través de algunas preguntas. Primera: ¿qué significaba ser escritor en el XVII? Evidentemente en el XVII ser “escritor” era un ornatus más en las casas de los ricos, los nobles o la alta Iglesia. La poesía era el punto más alto de ese ornatus, de ese decorado palaciego; era igual que “la mitra de un obispo”, como nos dice literalmente don Quijote en el segundo libro. El mecenazgo o la protección cortesana resultaba, pues, algo decisivo para los literatos. Por el contrario, ser escritor sin más, ser un escritor solitario, ni era un oficio reconocido ni tenía el menor valor social. Y eso aunque la literatura se considerara un arte liberal y no mecánica, como la pintura o la medicina donde había que pringarse mucho las manos. Y aquí lo increíble: Cervantes, entre los 57 y los 58 años, intenta iniciar (o reiniciar) su carrera de escritor en solitario, sin la menor protección y sin el menor apoyo. ¿Cómo fueron posibles estos diez años últimos de su vida —aproximadamente hasta los 70— en los que Cervantes intenta ganar dinero y fama como escritor solitario? Quizá sea este asombro el que quisiera transmitir ahora. Shakespeare estaba protegido no sólo por algún gran noble sino por su propia empresa teatral; Lope de Vega estuvo protegido también por el teatro, pero muy en especial por la alta nobleza y por la Iglesia (pese a su dudosa vida como sacerdote). Pero ¿por quién estaba protegido Cervantes? Absolutamente por nadie, salvo por la memoria del presente, ese matiz básico que habíamos señalado al principio. La nueva realidad presente era la aparición del primer mercado capitalista; la aparición, pues, del espacio público y del público; la consolidación, en fin, de la Imprenta como “negocio de masas”, con sus libreros y editores.

O de otro modo y para decirlo drásticamente: ha aparecido la lectura laica; ha aparecido la lectura como nueva forma de entender la vida, la lectura solitaria o la lectura en común. Y por eso Cervantes nos dirá que lee hasta los papeles rotos tirados en la calle.

Los materiales que utilizó Cervantes eran las dos mejores salidas que había para que su libro se vendiera en el mercado. La imprenta era ya un comercio como cualquier otro. Y lo mejor que encontró Cervantes fueron dos géneros que se vendían como rosquillas. Quiero decir las caballerías y las vidas cotidianas de la picaresca. Las caballerías habían perdido su aura de dignidad y las leía todo el mundo. Eran un género interclasista, eran una literatura de “masas”. Pero a la vez a lo largo del siglo XVI había aparecido un tema literario inesperado y que también leía todo el mundo. Este nuevo tema inesperado era la vida cotidiana, el nuevo tiempo del reloj y del salario; del sexo y del hambre; la vida de los pobres en la ciudad que se han convertido en un problema social básico. Esas vidas son las que se venden. La gente ahora se aburre leyendo las vidas de los nobles, que sólo eran hazañas guerreras y se aburren leyendo las vidas de los santos, que sólo eran hagiografías o milagros. Lo dice muy bien en el Quijote Palomeque el zurdo (el ventero): a él y a sus segadores les aburren hasta las vidas del Gran Capitán o de García de Paredes (que es un falso guerrero histórico). Lo único que les divierte son los libros de caballerías, que les “quitan canas”, como a la gente de ciudad lo único que le divertía eran las picardías de la picaresca. La vida común y cotidiana se ha impuesto en los libros. Es lo que la gente quiere leer. Y ahí es donde precisamente radicaba el secreto que estaba buscando Cervantes. Un libro que se leyera por todos y en cualquier parte. Un libro que se vendiera suficientemente como para que su editor le pagara el dinero que estaba necesitando. Por eso Cervantes intenta mezclar las cosas, las caballerías y la vida cotidiana para conseguir un éxito como el del Guzmán. Pero tiene un problema. Lleva veinte años de silencio y el público se ha olvidado de sus comienzos literarios.

Aunque el problema del tiempo presenta factores más importantes literariamente hablando. Cervantes nos va a contar una historia estrafalaria y absurda, y sin embargo necesita que todos nos la creamos como verdad. Por eso la memoria del presente vuelve a ser decisiva. “No ha mucho tiempo que vivía…”, nos indica en el famoso principio del primer Quijote. Es decir, nos indica que va a contar una vida que pasó ayer mismo, que aún se recuerda en la Mancha y que por tanto debemos creérnosla como verdad, por muy alucinatoria que parezca.

Claro que Sancho ampliará aún más la cuestión en el capítulo V de la segunda parte al afirmar que en la nueva época ya no cuenta la memoria del pasado sino, como venimos diciendo, la memoria del presente. Y le pone a su mujer un ejemplo clarísimo. Este ejemplo: cuando él sea gobernador y tenga el poder, todo el mundo se olvidará de que antes habían sido meros labradores y destripaterrones.

Como esta afirmación rompía toda la tradición nobiliaria establecida, Cervantes se cuida las espaldas y llama a esta capítulo apócrifo, falso, porque evidentemente esa lectura de Sancho implica una nueva lectura del mundo. Y Cervantes no quiere meterse en problemas. Sólo quiere que su libro sea un libro de burlas y de entretenimiento para que la gente se divierta. Esa es en apariencia la lectura que Cervantes propone y la que perdurará durante casi un par de siglos: el Quijote como un libro de burlas.

II.-

Ahora bien, ¿qué es lo que leemos nosotros en los dos libros del Quijote? O más aún: ¿quiénes son Sancho, Dulcinea y don Quijote?

Don Quijote es obviamente aquel pobre hidalgo pobre que gracias a la lectura descubre que puede ser otra cosa, que tiene raíz de hidalgo y que allí, en su casa, están arrumbadas las armas de sus bisabuelos, aquella clase de los hidalgos medievales, de un mundo que alguna vez estuvo ordenado por el código caballeresco y por la sacralización feudal. Ahora, con la aparición del primer capitalismo, esa clase social y su mundo están desapareciendo y el hidalgo decide revivirlo. Limpia las armas, le pone un nombre a su rocín, Rocinante (rocín antes, pero ahora antes que ninguno), se hace armar caballero y sale a arreglar el desorden del mundo según el código caballeresco. Trata de darle un sentido al mundo y a su vida, acompañado de Sancho. Mucho ojo: saca su nombre (don Quijote) de su apellido, porque, como decíamos, en el XVII sin apellido no eras nadie, y a la vez se busca lo único que le falta: una dama. Como la única mujer en la que se había fijado cuando adolescente había sido una muchacha del Toboso, Aldonza Lorenzo —que nunca le hizo caso— ahora la convierte en Dulcinea. Es decir, don Quijote se crea su mundo para a partir de ahí leer el mundo. En realidad nadie lee, escribe o vive en el vacío. Y a raíz de ahí, a través de esa imagen con que Cervantes construye a don Quijote, resulta curioso comprobar cómo cualquier escritor, cualquier novelista, ha seguido siempre el mismo procedimiento: ha pretendido crear un mundo a partir de su propia concepción del mundo.

Don Quijote lo que hace es enfrentar su sentido del mundo al nuevo sentido del mundo establecido. Pero, ¿cómo lo hace? Dando dos pasos atrás y un paso adelante. Dos pasos atrás porque vuelve al mundo de sus abuelos, recupera una memoria perdida y en ese aspecto parece olvidar el presente. Pero no lo olvida en absoluto. Muy al contrario, el nuevo presente (la nueva memoria del presente) es lo que le permite dar el salto hacia delante. El nuevo presente, donde ya está el primer capitalismo, necesita la libertad y don Quijote se encuentra con la libertad y la asume como nadie. Decide elegir su propia vida, como indicábamos, y darle un sentido libre a su vida. Por eso nos fascina. Por esa metamorfosis, por ese paso de pobre hidalgo pobre a caballero libre, a individuo libre, diríamos hoy. Claro que es una libertad brumosa, trucada: lo que nosotros vendemos al capital no es nuestro trabajo, es nuestra fuerza de trabajo, o sea, nuestra vida. Pero con ello (a la vez que se crea el sueño real de la libertad sin explotación) la libertad ha aparecido y de esa libertad se aprovecha don Quijote para elegir su propia vida libre; y de eso se aprovecha Cervantes para intentar ser el primer escritor libre. Claro que libre en sus límites: Cervantes sabe de sobra que su libertad depende del mercado y de ahí que en el primer libro, en el capítulo IX, compre su propio libro en el mercado de Toledo. Pero mucho ojo: lo compra (en vez de encontrarlo mágicamente como ocurría en el Amadís y en los demás libros de caballerías), lo compra, digo, en un momento cumbre de suspense narrativo: lo compra para saber cómo termina la lucha entre don Quijote y el vizcaíno (el vizcaíno pierde porque su mula de alquiler es peor incluso que Rocinante) y para saber el resto de la vida de don Quijote. Cervantes compra, pues, el manuscrito para conocer qué pasa luego, inventándose el suspense y animando así al lector a querer saber más y también a seguir leyendo y comprando el libro. No obstante Cervantes no sabe muy bien lo que se está inventando y tiene miedo de que contar una vida “en largo” (la de don Quijote y Sancho) aburra a los lectores. Y por eso, al llegar a Sierra Morena, hace prácticamente que don Quijote desaparezca hasta que lo volvemos a ver enjaulado como una fiera. Y así Cervantes rellena la última parte del primer libro con historias de diversos tipos pastoriles o de cautivos, etc., las famosas “ensaladas” como se decía en la época. Esto es, mezclar muchas cosas en un mismo plato para que los lectores no se aburrieran con una sola historia, con un solo sabor. Pero este miedo cervantino curiosamente se transmuta en el miedo de don Quijote, caballero aún en aprobación, pues todavía no está en escrito. De ahí que el miedo de don Quijote a tener miedo sea el verdadero protagonista del primer libro: tiene miedo ante los pícaros que mantean a Sancho en la Venta y se excusa luego diciendo que las tapias de la Venta eran muy altas, pero se le olvida decir que la puerta estaba abierta desde que Sancho había salido; tiene miedo ante la procesión nocturna del traslado del muerto, aunque se sobreponga y ataque a aquellos fantasmas nocherniegos y así el propio Sancho se reconcilia con él y a la luz de las antorchas nocturnas lo llama “el caballero de la Triste Figura”, el nuevo nombre. Tiene miedo ante el ruido nocturno de los batanes, el artilugio de madera donde se estiraban las telas con el agua del río a fuerza de golpes, un ruido que hace que Sancho se “cague de miedo” —es literal— y al día siguiente se ría (Sancho) del miedo que “hemos tenido”, un “hemos” que hace que don Quijote se indigne al máximo; tiene miedo, finalmente, de la Santa Hermandad, o sea, de la policía rural del Estado, cuando libera a los presos o galeotes —que son de la Corona— y se refugia en Sierra Morena, aunque explicite a Sancho que no es por miedo sino para hacer penitencia por Dulcinea, como Amadís la hizo con el nombre de Beltenebros en la Peña Pobre por su dama (en verdad don Quijote es declarado “delincuente”y la policía rural intenta detenerlo en el capítulo XLV de la primera parte). Pero, en realidad, en el primer Quijote, si el miedo real o el miedo a tener miedo es el protagonista para el caballero, de hecho Dulcinea apenas pinta nada en este primer libro. En este primer libro lo que cuenta es la lectura del mundo de don Quijote como caballero en aprobación, que supone una lectura dual, una lectura doble o alegórica del mundo: para su código caballeresco es obvio que los encantadores pueden cambiar las apariencias de las cosas, aunque no su sustancia; y por eso pueden transformar la apariencia de los gigantes en apariencia de molinos de viento y pueden cambiar la apariencia de dos ejércitos en apariencia de dos rebaños de ovejas. Y por eso también el yo de Cervantes tiene que estar continuamente apareciendo en este primer libro para explicarnos las cosas. En el segundo Quijote, por el contrario, la cuestión ya no se planteará así. El yo de Cervantes se difumina casi por completo y la objetividad de la narración se impone porque para don Quijote ahora todas las cosas son verdad, sencillamente porque todo está en escrito: ya no verá las ventas como castillos, pagará con dinero cuando haya que pagar y creerá en la verdad de su propia mirada, tocando y viendo las cosas. Si todo está escrito, todo tiene que ser verdad. Y en efecto lo tiene todo: Sancho, Rocinante, sus armas, sus aventuras, su vida libre… ¿Qué le falta?

Evidentemente Dulcinea, que también tiene que ser verdad. Por eso en esta tercera salida, en este segundo libro, no salen al azar o a la aventura, sino que van directamente al Toboso, pues don Quijote quiere comprobar la verdad de Dulcinea. Y ahí empieza el verdadero hilo conductor del segundo libro, diríamos su otra forma de miedo: si Dulcinea no es verdad, todo el resto de su mundo se derrumbaría. Y empieza el problema de cómo ver a Dulcinea, real y carnalmente, si Dulcinea no existe.

III.-

Y quizá convendría hacer aquí un breve excurso: en el primer Quijote la sensorialidad de la escritura es completa. Cervantes comienza contándonos lo que el hidalgo come, cómo viste, su cotidianidad diaria. Pero la sexualidad no existe salvo en un caso: Cervantes sí hace un fabuloso juego de espejos entre la imposible sexualidad de Rocinante y la imposible sexualidad de Don Quijote. El capítulo de los yangüeses y/o gallegos de la primera parte nos muestra a un Rocinante “entero” que se despabila al oler a las yeguas y que intenta comunicar su necesidad con “las señoras jacas”. Y el matiz es definitivo: Rocinante es un caballo “entero”, no castrado, porque Cervantes nos quiere acentuar con ello que el pobre rocín seguía siendo, como las armas herrumbrosas, un caballo “de guerra”, no de labranza. Un nuevo símbolo desgastado de una clase en decadencia. Pero la sexualidad de Rocinante servirá para trasladarnos a la escena “de cama” entre Don Quijote y Maritornes. El brillo de la ironía cervantina resulta aquí destellante, pues Rocinante se acerca a las yeguas luciéndose como galán o como escribe Cervantes en filigrana: “con un trotico algo picadillo”. Que las yeguas lo coceen —pues tienen más ganas de pacer que de lo otro— es algo tan lógico como la paliza que recibe luego don Quijote en la venta al “equivocarse” con Maritornes, uno de los personajes más entrañables del primer libro.

En cambio, en el segundo libro la perspectiva varía: la necesidad de ver real y carnalmente a Dulcinea hace que Don Quijote, en el palacio de los Duques, tema incluso que se le despierten sus “deseos”. Y no se trata sólo de Altisidora. Hasta Cide Hamete se ríe ante la posibilidad de ver cogidos de la mano a doña Rodríguez y nuestro caballero, aproximándose de noche y a oscuras al lecho del dormitorio de Don Quijote.

Pero el problema de la Dulcinea “auténtica” es para Sancho, que se convierte así en el verdadero coprotagonista del libro: ¿cómo encontrar una Dulcinea a la que Don Quijote pueda ver y tocar realmente? Lógicamente Sancho no tiene más que una solución: utiliza ahora él mismo la mirada dual o alegórica, la mirada del hechizo, esa mirada que sabe que sigue latiendo en el inconsciente de Don Quijote. Y así soluciona Sancho el asunto: ve a tres labradoras montadas en tres pollinos o pollinas y decide que una de ellas ha de ser Dulcinea. Así convence a Don Quijote (que está deseando convencerse) de que una de ellas es Dulcinea y Don Quijote se acerca a ella: la chica se asusta o se enfada cuando Don Quijote le habla, incluso se cae de la burra o el burro y vuelve a montarse por la grupa haciendo cabriolas. Pero Sancho ya ha convencido a Don Quijote: aunque haya olido a ajos y a sudor, aquella muchacha es Dulcinea sólo que encantada, y las otras dos eran sus damas, magníficamente vestidas y con magníficas monturas. “Y que yo no haya visto eso, Sancho”, responde lastimeramente Don Quijote, que ya antes le había indicado a Sancho: “Ya te he dicho que no he visto a Dulcinea en todos los días de mi vida”. El problema del tiempo/espacio (carnales ambos) de Dulcinea se convierte así en crucial. Pero el hecho es que, aunque hechizada, Don Quijote ya ha visto a Dulcinea y puede continuar su camino. Volverá a verla, y de nuevo hechizada, en el sueño real, diurno o nocturno, de la Cueva de Montesinos, otra historia decisiva en torno al tiempo de la novela.

Así, en la Cueva, Don Quijote “ve” en efecto que sus pulsiones de vida (el deseo por Dulcinea en cualquier sentido) se configuran de hecho, “cobran forma”, a través de las imágenes de su inconsciente ideológico caballeresco: Montesinos, Durandarte, el palacio de cristal, la figura de Dulcinea desde lejos y su doncella “desde cerca”… Los sueños no son sólo deseos reprimidos sino configuración de deseos. Y eso —ya lo señaló Freud— desde el esclavista Libro de Artemidoro. Id est, también los sueños tienen su “radical historicidad”.

¿Qué otra cosa hay en el segundo libro? El contraste entre la riqueza, la pobreza y la nobleza. Por eso, en las bodas de Camacho, Sancho dice que los linajes ya no cuentan en el mundo, que lo que cuenta es el tener y el no tener. Y enseguida nos encontramos con la nobleza, los Duques aragoneses arruinados pero prepotentes. Y la imagen de Dulcinea continúa. Es la duquesa la que ahora pregunta a Don Quijote si es verdad que no ha visto a Dulcinea en todos los días de su vida. Son los duques los que organizan una farsa teatral al aire libre para indicar cómo se debe desencantar Dulcinea. Es decir, gracias a los más de trescientos azotes que debe darse Sancho. Fijémonos con todo en que esos sádicos duques no se ríen reprimiendo a Don Quijote y a Sancho, sino al contrario, reforzándoles su subjetividad. Sancho será gobernador —aunque al final se escape— y Don Quijote se siente real y verdaderamente caballero tanto ante los duques y las damas como ante sí mismo. Pero lo radical sigue siendo que si al principio del segundo libro sólo le faltaba Dulcinea para que su mundo fuera completo y verdadero, ahora, al final de este libro, tras la derrota de Barcelona, ya no tiene armas y sólo le queda Dulcinea.

Aunque sin duda la importancia decisiva de Dulcinea se hace más evidente aún en el trauma que supone el descubrimiento del libro de Avellaneda en el capítulo LIX de esta segunda parte. Como sin duda se recuerda, cuando los dos jóvenes caballeros de la habitación de al lado hablan en la venta del “falso Quijote”, del libro de Avellaneda. Don Quijote —que los oye— se queda mudo de asombro pero sólo “estalla” al escuchar que el otro Quijote se ha desenamorado de Dulcinea. Ese es el instante en el que sobreviene el desquiciamiento de nuestro caballero: él jamás podría desenamorarse de Dulcinea porque Dulcinea es —literalmente— la última verdad que necesita alcanzar en su vida. Dado que ni para él (ni para Cervantes) ningún libro puede ser “falso”no queda más que una explicación posible. Usurpando su nombre, alguien ha vivido una vida que no es la suya. Sencillamente le han robado la vida (como en el Prólogo a este segundo volumen Cervantes dirá que Avellaneda le ha intentado robar la fama y el dinero). Con plena lógica, la cuestión del Avellaneda se torna así obsesiva. Tanto que en Barcelona, cuando Don Quijote entra en la imprenta (el lugar en que se imprimen libros) lo hace como si fuera la entrada en “su” cielo —quiere ver y tocar materialmente cómo se compone un libro, ya que su vida está “en escrito”, ya que su vida es un libro— y sin embargo sale de esa imprenta como si saliera del Infierno, sufriendo su mayor dolor. Pues ha comprobado que allí también se está componiendo el Avellaneda. Y del infierno supuestamente real nos habla la “falsa muerta” Altisidora, en la breve segunda visita —forzada— de Sancho y don Quijote al palacio de los Duques. Curiosamente Cervantes no se olvida de anotarnos que, en el umbral del infierno, Altisidora ha visto —lo cuenta ella— a los diablos destrozando a patadas, como en un juego, las páginas de un libro diabólico: el Avellaneda. Y por supuesto el hallazgo más genial: cuando Cervantes “arranca” del Avellaneda a uno de sus protagonistas básicos, a D. Álvaro Tarfe, y lo convierte en persona “real” dentro de su novela. En el mesón, D. Álvaro jurará en privado y en público (ante el alcalde, como en un acta notarial) que este Sancho y este Don Quijote son los “verdaderos” y no los falsos que él había conocido en sus otras andanzas caballerescas. Y digo que ese procedimiento es genial, porque el hecho de arrancar a un personaje de un libro para trasladarlo como persona real a otro libro, confirmará la verdad de la literatura (ya lo estaba haciendo Cervantes con el juego de espejos entre la primera y la segunda parte); una verdad que es la que retomarán decisivamente Fielding y Sterne para consolidar la novela (escribiendo “al modo de Cervantes”) ante la burguesía británica del XVIII. No deja de ser sintomático, a la vez, que Stendhal y Flaubert dijeran siempre que su vocación de escritores la habían descubierto leyendo el Quijote desde niños. Pero volvamos a lo nuestro.

Si Avellaneda es la otra obsesión del final de la segunda parte, evidentemente Dulcinea, repito, constituye su verdadero hilo narrativo pues ahora —tras la derrota en las playas de Barcelona— ella es lo único que le queda a nuestro caballero, ya que ha jurado abandonar las armas.

Por eso hasta se pelea con Sancho para que Sancho se azote y Dulcinea se desencante. Pero llegan al pueblo —pensando en hacerse pastores— y de pronto se oye la voz de unos muchachos que dicen: “No la has de ver en todos los días de tu vida”. Y llega una liebre temblando y perseguida por los cazadores y Don Quijote piensa que es Dulcinea y que ya no la encontrará nunca. Por eso Don Quijote enferma de melancolía, por la pesadumbre de haber sido vencido y no haber podido desencantar a Dulcinea. Por eso renuncia a las caballerías, nos da su nombre de hidalgo (Alonso Quijano el Bueno: ahí ya no aparece el Don que ha sido “transgresor” en los dos libros) y “dio su espíritu”, o como añade Cervantes con una ironía literal magnífica: “Quiero decir que se murió”. Curiosamente, acordándose del Avellaneda.

Aunque ya que hablamos de finales —y estamos en el final— quisiera sólo recordar otro final del Quijote que suele olvidarse. Cuando tras la desastrosa aventura del barco encantado, al borde del Ebro, Don Quijote se desespera y nos dice: “Todo este mundo es máquinas y trazas, contrarias unas de otras. Yo no puedo más”.

Ese impresionante “yo no puedo más” nos lleva directamente a la pluma de Cide Hamete, que es la última que habla en el libro (porque es la única dueña del tiempo/espacio de Don Quijote). Únicamente a partir de esa pluma colgada en la pared —y que nos manda callar— podríamos quizá seguir hablando del Quijote en su lucha por dar sentido a un mundo que jamás lo ha tenido.

El mundo sólo puede tener “historia”, sólo puede tener sentidos: y así surgió el tiempo (los tiempos múltiples) de la novela. Imagino que la aparición de esta escritura/ lectura laica es tan básica como la pregunta que en el segundo libro, en el capítulo II, se hace Sancho, “espantado”, ante Sansón Carrasco: ¿cómo pudo saber, el historiador que las escribió, las cosas que les habían sucedido a Sancho y a Don Quijote si ellos estaban “a solas”? O la no menos magnífica pregunta de Don Quijote, también ante el que luego será su rencoroso enemigo vengativo, el propio Sansón Carrasco, a propósito de si el libro va a continuar, de si promete el autor “segunda parte”. ¡Y ya está en ella! Estas dos cuestiones claves sobre la verdad literaria constituyen evidentemente la deuda más decisiva que Cervantes dejó en herencia a todos los escritores que vinieron después.

Y a los que nos hemos dedicado a leerlo para comprender de qué hablamos cuando hablamos de literatura.

(Fuente: El rincón de los lectores, Los diablos azules nº 13, Infolibre, 21/04/16)

Juan Carlos Rodríguez: "Dylan ha hecho con la poesía lo que Cervantes con la novela"

La persona.-

Juan Carlos Rodríguez, marxista confeso y hombre de charla magnética, describe a un inculto como aquella persona "que aunque tiene un saber, no alcanza el poder". Asimismo, asegura que sueña con un mundo "en el que haya libertad para todo menos para explotar" -la única palabra que él borraría del diccionario-, y a pesar de ser catedrático universitario, se muestra más bien pesimista a la hora de hablar de dicha institución académica. "La Universidad es quizá algo peor que una fábrica de parados: una fábrica de mediocres". El profesor y escritor granadino advierte también que no hay excesivas diferencias entre don Miguel de Cervantes y Bob Dylan. "Cervantes no tenía una mano manca, pero sí inútil. Por lo demás, Cervantes transformó el género de caballerías en la vida humana, prácticamente lo mismo que ha hecho Dylan con la poesía. De todas formas, a mí lo que me divierte es que a Einstein lo suspendieran en Matemáticas, y a Elvis, en música".

El personaje: Catedrático de Literatura y escritor.-

Hijo de granadino y vasca, Juan Carlos Rodríguez nació en Vitoria, ciudad en la que vivió hasta los 15 años. "Después, nos vinimos para Granada", indica. Por aquella época afloró su interés por la filosofía y la literatura, aunque bien pudo haberse forjado un futbolista, o un dibujante de tebeos... "La única patria que uno tiene es la infancia. Y mi infancia se divide en tres partes. Por un lado estaba el fútbol. Fui el primer alumno de Filosofía que jugó en la selección universitaria de Andalucía. Además, una tía mía se casó con Quincoces y claro... La otra alternativa era la torera, porque mi padre era muy aficionado a los toros. Y luego tuve una enfermedad o algo así que me hizo leer 'El Coyote' y los cómics... Más adelante, pasé a los 'Episodios Nacionales' de Galdós, que curiosamente mi padre había rescatado de las ruinas de Guernica. Muy triste", rememora.

El hoy catedrático de Literatura de la Universidad de Granada, conserva su amor por las historietas -sobre todo, si son de Corto Maltés-, y confiesa ser un gran lector de novelas policíacas... y de la obra de su amigo Juan Marsé. "Es un escritor al que admiro tanto como odio. Una noche, en Granada, me retó a enumerar personajes del 'Coyote'. Ganó él. Por eso le odio", explica con buen humor.

Perdió aquella batalla, pero recientemente ha salido victorioso de una guerra que duraba ya tres lustros: la publicación de 'La literatura del pobre', una originalísima y sesuda investigación sobre la narrativa española de los siglos XVI y XVII.

- ¿Sabe lo que es la literatura el que nunca leyó?

- El que nunca leyó no sabe lo que es la literatura, pero tampoco lo sabe el que ha leído mucho. La literatura es una convención social, se introduce en la escuela... A principios de siglo el 80% de la población española era analfabeta, y había otro 10% que sólo sabía firmar. Entonces, la literatura como tal se inventa muy tarde.

- ¿Qué es un inculto?

- Se considera inculto a alguien que pertenece a las clases bajas, a las clases que están explotadas por el capitalismo. Saber es poder. Quien tiene el poder tiene que tener el saber. Un inculto es el que, aunque tenga un saber, no alcanza el poder.

- ¿Por qué lleva siempre sombrero?

- ¿Por qué llevas un arete en la oreja? Es una manía.

- ¿Qué hace cuando sus alumnos no le entienden?

- El otro día me dijo una chica que se retiraba de mis clases porque no entendía uno de mis libros, pero que volvía a mis clases porque le apasionaban.

- ¿Qué es un marxista hoy?

- En teoría, todos somos marxistas. Todas las Ciencias Sociales están impregnadas de marxismo, para bien o para mal. En la práctica un marxista es alguien que se pregunta por qué hemos creado una fortaleza blanca donde el 80% de la humanidad se está muriendo de hambre, donde el 80% del planeta se está quedando sin recursos... Un marxista es alguien que se pregunta por qué a los banqueros los meten en la cárcel por robar cuando ése es su oficio.

- '¿Adónde hay verdad? ¿Quién carece de engaño? ¿Adónde no moran los falsarios?', se pregunta Calixto en la 'Celestina'. ¿Por qué dice esas cosas si entonces no había fondos reservados?

- Sí los había. El problema básico del pobre nace del desorden que crea el Estado. El Estado necesita que los siervos se conviertan en libres, pero libres de todo: que no tengan otra cosa que vender que su fuerza de trabajo para poderlos explotar. Ese desorden a un noble como Calixto le aterra. Todo es mentira, porque nada es lo que parece. El orden feudal se ha roto. En consecuencia, sí que había fondos reservados, o al menos una acumulación primitiva del capital.

El Quijote.-

- ¿Qué clase de pícaro es Roldán?

- El pícaro del siglo XVI es una persona que lucha por sobrevivir. El pícaro actual, caso de Roldán, tiene un poder tan increíble que lo ignoraremos siempre. No es ya un pícaro, es parte natural de la maldición del sistema capitalista.

- ¿Qué palabra borraría del diccionario?

- Explotación.

- ¿Qué tiene Cervantes que no tenga Bob Dylan?

- Cervantes no tenía una mano manca, pero sí inútil. Por lo demás, Cervantes transformó el género de caballerías en la vida humana, prácticamente lo mismo que ha hecho Dylan con la poesía. De todas formas, a mí lo que me divierte es que a Einstein le suspendieron en Matemáticas, y a Elvis, en música.

- ¿Qué había de verdad entre Don Quijote y Dulcinea?

- La verdad es que Don Quijote se inventó a Dulcinea. Pero no sólo es eso: se inventó su propia vida, que es una vida que nunca vivirá. Ése es el mérito del Quijote y de la literatura: el viaje a nuestra propia vida, que es un viaje que no lleva a ninguna parte. Dulcinea es invisible, es la esperanza.

- ¿Y por qué don Miguel no quiso dar el nombre de ese lugar de La Mancha?

- Porque no es un lugar, es un símbolo. Un símbolo de un mundo que se estaba acabando.

- Granada es una ciudad buena... ¿para qué?

- Granada tiene una fuerza vital increíble, que por las circunstancias del esquema económico actual se está derrumbando de arriba a abajo.

El Lazarillo.-

- ¿Qué clase de literatura hay en un comunicado de ETA, si es que la hay?

- Como marxista y como demócrata, me parecería execrable considerar los comunicados de ETA como literatura. Son los nazis los que quemaron los libros... ETA es igual que los nazis. Sus comunicados son un insulto a la literatura.

- ¿Se atrevería a ser concejal de algo?

- No, nunca. Evidentemente, soy un hombre de izquierdas pero no de partidos. Hay gente magnífica en el PSOE, hay gente magnífica en Izquierda Unida y hay gente magnífica en la derecha democrática...

- ¿Es la Universidad una fábrica de parados?

- Es algo quizá peor, una fábrica de mediocres. Hemos querido imitar el estilo americano pero sin tener el sistema ni los medios.

- El autor del 'Lazarillo' prefirió el anonimato, ¿modestia o miedo?

- Miedo. Entonces nadie decía 'yo'. La única que se atrevió a decir 'yo' fue Santa Teresa, y casi se la cargan.

- ¿Habrá siempre pobres y ricos?

- Sueño con un mundo en que haya libertad para todo, menos para explotar.

(Fuente: "Juan Carlos Rodríguez: La Universidad es una fábrica de mediocres", Carlos Morán, Ideal, 06/02/95)