Juan Carlos Rodríguez: La escritura del erotismo


I.

1.‐ Comencemos con una pregunta insidiosa: ¿por qué el nada libertino Newton llamó a la Ley de la Gravedad la Ley de la atracción de los cuerpos? O a la inversa: ¿Por qué el muy libertino Foucault proponía que habría que destronar al sexo‐rey en La voluntad del saber (1)? Trataremos de rastrear las huellas de este espacio que va del sabio no libertino al libertino no menos sabio. Pero aún queda un último enigma. ¿Por qué seguimos pensando que el sexo «es» nuestra última verdad? ¿Por qué Freud lo llamó el «eslabón perdido», al modo de Darwin? ¿Por qué la inflación actual de imágenes y escritos sobre el sexo? (2)

Escribimos, pero sobre todo hablamos, hablamos, hablamos... casi como en Las joyas indiscretas de Diderot, donde los sexos se ponen a hablar por su cuenta. Parloteamos sobre el sexo o el sexo parece no cesar de parlotear a través de nosotros. Así nuestra escritura, la literatura, la filosofía, el discurso jurídico, político o médico (el discurso médico es tan fundamental como el discurso familiarista). El sexo y sus placeres y sus terrores. Todo parece girar en torno al sexo; desde el sida a la política de cuotas femeninas en el Parlamento o en los Partidos. Que nadie se asombre: es obvio que el sida y las cuotas forman los dos límites de un mismo arco iris discursivo. Un arco iris que abarca en su interior desde el feminismo al lesbianismo, de los gays a las parejas de hecho, del aborto al divorcio, desde las relaciones de maternidad/paternidad respecto a los hijos, y por supuesto, la llamada libertad de los propios hijos o hijas. Pero no se trata sólo de algo político/jurídico. Es que el discurso de (o sobre) el sexo lo llevamos pegado a la piel: cada gesto, cada sonrisa, cada forma de vestir o de soñar, cada hora de gimnasia o cada dieta, cada reunión de amigos o amigas, cada canción, cada imagen de los media, cada signo icónico y vital, gira en torno al astro rey: maquíllate —maquilla tu habla— porque eres sexo y si no eres sexo no existes. Coitus ergo sum.

2.‐ Y después del coito no quedaría la tristeza ni la ceniza, como en los viejos asertos del latín escolástico; muy al contrario: begin to begin, volver a empezar de nuevo el festum, el día de fiesta, la repetición y la diferencia, que diría Derrida, como en un carnaval permanente de Bajtin. Ya desde mediados de los sesenta y sobre todo de los setenta los media divulgaban los esquemas de alarma roja que surgían de las instituciones políticas y religiosas condensándose en un enunciado del que casi todo el mundo se reía: «La ola de erotismo que nos invade». Pero la cuestión se convirtió en un chiste y su relación con el inconsciente, porque por debajo algo latía mucho más (3). Ese algo que había por debajo era nada menos que la conversión del mercado capitalista en nuestra forma de vida normal y la inevitable conversión de nuestros cuerpos en mercancías de ese mercado. Los cuerpos gloriosos se habían convertido en una «gloria» precisamente por ser absolutamente terrenos, perfectamente delimitables en el horizonte de cada día. De pronto a los cuerpos no les importó empezar a brillar. Y así se institucionalizó la revolución permanente del sexo, la cuasi‐teología de la liberación sexual, la movida, la pomada, la marcha y los campos de batalla. Y todo el mundo seguía hablando, hablando, hablando, hasta que las palabras y los cuerpos quedaban agotados. Tanto que unos años después empezó a insinuarse la necesidad de otra nueva ola, la nueva ola del puritanismo de Reagan y Thatcher, pero era inútil, porque ya se habían establecido fronteras irreversibles hacia las que no se podía retroceder. De modo que estamos atravesando el 2000 magnetizados por el sexo. Pero ¿que ocurrió —se preguntarán los historiadores marcianos en el futuro— para que todo esto ocurriera? Tres puntos nodales se nos ofrecen: 1) La desfamiliarización del erotismo. El lenguaje del sexo ya no se vivía a través del código familiar. 2) Esto suponía, por consiguiente, una desprivatización del sexo y su expansión como multiplicidad de formulaciones eróticas. 3) Y en consecuencia: tales formulaciones eróticas se fueron transformando así en el verdadero modelo básico de nuestras «relaciones públicas» cotidianas, una red de hilos de seducción donde el deseo «flotaba» como una tela de araña pegajosa, el único filamento conductor entre los cuerpos, las palabras y las cosas.

3.‐ Con un poco de perplejidad y un mucho de distanciamiento intentaré plantear algunas cuestiones sobre estos temas. Puesto que cualquiera puede darse cuenta de que algo raro debió suceder alguna vez para que apareciera capilarmente esta globalización del erotismo. Acudamos así a un ejemplo básico: si, en apariencia al menos, todo el magma del fondo erotizante de nuestro mundo provenía de la revolución del 68 y sus aledaños, de aquel sueño de que bajo los adoquines estaba la playa, de aquel sueño de cambio de vida y de sistema ¿resultaba ahora que de aquel sueño sólo quedaban las camas redondas, la promiscuidad y el intercambio de cuerpos?¿Sólo el lenguaje estúpido de la exégesis hermenéutica de la gloria de los cuerpos terrestres y de las drogas viajeras?. Se planteaba Foucault al final del primer volumen de su Historia de la sexualidad nada menos que esto: Ironía del dispositio. Nos hace creer que en ello reside nuestra «liberación». Pues, en efecto, con no menos dosis de perplejidad y un mucho de agnosticismo, Foucault inició esa Historia (que luego resultaría tan distorsionada por él mismo) para intentar aclararse y aclaramos un poco las cosas ya desde la mitad de los años 70. Y no puede decirse que Foucault fuera precisamente un puritano ni que su vida no estuviera marcada siempre por la pasión del sexo. Su homosexualidad obsesiva le llevó a un serio intento de suicidio en su juventud y el maldito sida lo mató cuando aún tenía tantas cosas que decirnos. Pero su Historia de la sexualidad se proyectó a través de ese futuro anterior de preguntas marcianas: ¿qué demonios está sucediendo aquí? Y aunque yo no haya compartido nunca la problemática teórica de Foucault (aunque sí muchos de sus análisis concretos) esa insidiosa interrogación final acerca de la «liberación» creo que quedó zumbando, como un crujido de abejas, en los oídos de casi todos nosotros.

En realidad la pregunta acerca de cuándo y cómo y por qué surge el erotismo moderno y en qué literatura se inscribe (o a la inversa: por qué la literatura moderna, desde el XVI, se escribe a través del erotismo y la invención del amor) era un zumbido tan fuerte que yo mismo me lo había tenido que plantear en el 74 cuando publiqué mi Teoría e historia de la producción ideológica. La invención del amor/erotismo entre sujetos libres escrita/inscrita en la poesía en castellano (el nuevo «romanzar» de Garcilaso, Boscán Herrera), en la poesía religiosa (Fray Luis, San Juan, Santa Teresa), en la poesía en catalán (Ausías March) o en la poesía inglesa (John Donne, especialmente: «el amor se escribe en el alma / pero un cuerpo es el libro en que se lee»). Pero lo que me fui preguntando después, a lo largo de los 80‐90, cuando el sexo hablaba, hablaba, hablaba, no era sólo si aquella se le podía llamar liberación, sino más bien otra cuestión paralela, pero muy distinta. Esta pregunta: ¿Dónde está la trampa? Porque la trampa tenía que estar en alguna parte. El capitalismo no podía renunciar tan fácilmente a su lenguaje familiarista, a su reglamentación tradicional del sexo y convertirse de repente en posmodernidad libre y abierta. Si eso había ocurrido, ¿cómo, por qué, a través de qué estructuras lógicas y vitales?

II.

1.‐ Obviamente la primera cuestión clave debería ser siempre la que planteaba H. Marcuse en su libro Eros y civilización (4). O sea, la «transformación de la sexualidad en Eros». Pero fijémonos en que este libro se publicó en 1953, en Boston, en plena opulencia de las clases medias americanas (el triunfo del «american way of life»), en la prepotencia de la posguerra mundial y en los comienzos de la guerra fría. Quiero decir en un doble eje de apoyo: el apogeo del «triunfo americano» y el apogeo de su reverso. Este reverso: «la caza de brujas» en USA, tanto respecto a los rojos como respecto al sexo. Y el tanto es importante porque fue atroz. Así Arthur Miller tuvo que escribir su obra Las brujas de Salem y Lilian Hellman su Tiempos de infamia. De modo que Marcuse tenía que partir necesariamente de lo que se ha llamado la Hipótesis coercitiva, de la imagen de la Represión en suma (aunque la hipótesis represiva viniera, obviamente, de mucho más atrás). Las propuestas marcusianas tuvieron una influencia directa en los ámbitos culturales de New York y de California. Los primeros movimientos beats y el llamado grupo de San Francisco (el «Frisco» de Kerouac, Ginsberg, Ferlinghetti, etc.) encontraron ahí un marco teórico fundamental. Igual que los primeros movimientos gays y feministas. Hay que tener en cuenta que aquella juventud que no había hecho la guerra (y que vivía de lejos la guerra de Corea) vivía también en el sueño más pleno de los suburbios ricos, donde todo lo sólido se desvanecía en el aire, con autopistas, moteles y la última marca de coches. Una rebeldía sin causa germinaba ahí porque se encontraba incitada al consumismo vital, aunque en realidad no se supiera cómo «consumir» la vida. La circulación vital empezó a imponerse en todos los ámbitos: On the road (el título de la novela de Kerouac de 1957), puesto que la circulación de mercancías empezaba a ser la clave de todo. La circulación en el supermercado o la circulación en los «movies road», al igual que la circulación de cuerpos atravesaba el vídeo familiar, incluso el dominio masculino en ese mundo familiar. Un solo síntoma: entre las revistas eróticas «finas y para hombres» el Play‐Boy se había convertido en la indiscutible número uno, con sus «conejitas» y sus célebres portadas, en el fondo de una escritura tan blanda y rosa como la correspondiente a las no menos famosas fotos de las portadas y de la escritura de Life. Pero es curioso: en las imágenes del Play‐Boy no podía aparecer el sexo femenino (o al menos no el vello púbico, como hasta ayer en las revistas japonesas de igual estilo) del mismo modo que en Life no podía aparecer las noticias «sucias» acerca de la política. Pero la dureza erótica se imponía y el «rosa» familiar se estaba haciendo añicos. De modo que las fotos «sucias» del Penthouse y las noticias «sucias» del Newsweek obligaron a un cambio en el Play‐Boy y a la desaparición final de Life. La política del erotismo o el erotismo de la política estaban dominadas de arriba abajo por la circulación de mercancías. Y si el mercado del fetichismo exigía más dureza, el fetichismo de la mercancía estaba obligado a otorgar esa dureza. Si había basura la mejor manera de limpiarla era mostrando la basura. Podría llamarse fácilmente la teoría de la vacuna. Si se muestra la mierda resulta más fácil decir yo soy inmune a la mierda porque estoy vacunado contra ella. A fin de cuentas nuestra democracia es plural, y si dominamos en el mundo es precisamente gracias a nuestra pluralidad libre en un mercado libre. Ese espejo era fantástico: el vello púbico y la suciedad de lo público podían mostrarse al fin sin rebozo, igual que podían aparecer las revistas de desnudos masculinos o incluso televisarse los asesinatos de la guerra de Vietnam. El Nuevo periodismo fue clave en esto, pero era en el fondo el mismo viejo periodismo del Ciudadano Kane, de Orson Welles, cuando biografió a Hearst, el todopoderoso hombre de los media, el que casi se inventó la guerra de USA contra España en el caso de Cuba. Pero lo que hoy es evidente, era casi imposible de decir o incluso de pensar hace apenas 15 ó 20 años. Y por supuesto en la «edad de oro» de los 50.

El escándalo de Los desnudos y los muertos, de Norman Mailer o de By love‐possessed, de Jamen Gould Cozzens (también de 1957) o de la Lolita, de Nabokov (esa obra maestra única) no tenía ya nada que ver con la violencia, el crimen y el erotismo homosexual latente en A sangre fría, de Truman Capote. Y no digamos con América, de James Ellroy, El silencio de los inocentes (o de los corderos), de Thomas Harris, o el American psycho, de Bret Easton Ellis. El erotismo parecía haberse convertido en la literatura americana en una especie de Despachos de guerra, el extraordinario testimonio del Vietnam que escribió Michael Herr. No es que todo el mundo se hubiera vuelto loco, es que el loco se había vuelto cotidiano y el erotismo no podía entenderse sin violencia. ¿Qué había ocurrido en un sistema tan apacible, un sistema en el que antes todos eran buenos menos uno, mientras que ahora el uno psicótico parecía reflejar el todos de cada día?

2.‐ A fines de los 60 el escritor David Loth publicó su magnífico libro Pornografía, erotismo y literatura (5), pero todavía tenía que comenzarlo hablando de “la selva de la censura”. Y el código Hays (6) seguía rigiendo imperturbable las películas de Hollywood y por supuesto las televisiones americanas. Hoy el erotismo es tan expreso que cualquier barrera respecto a la pornografía parece haberse borrado (aunque esos límites hayan sido siempre muy difíciles de dilucidar). Hace quince o veinte años también hubiera sido impensable una película como American Beauty, donde la neurosis y el sexo cotidianos hacen trizas el familiarismo americano de los suburbios ricos. Como hubiera sido impensable la difusión masiva de los relatos de Raymond Carver, donde el horror de lo siniestro familiar aparece en cada reunión plácida, incluso con la simple imagen de un pavo real en el jardín de una barbacoa. Pero si retomamos al principio de esta historia, es obvio que en la Europa occidental de los 50 e incluso hasta el principio de los 60 (y no digamos en la España de Franco), contaban mucho más el hambre, el trabajo y la reconstrucción social y vital que la cuestión erótica. Sólo que cuando la reconstrucción capitalista fue un hecho (gracias en gran medida al Plan Marshall americano) ocurrió lo inevitable. La circulación de mercancías, el progresivo monopolio del supermercado, generó el consumismo y la circulación de cuerpos. El «Neorrealismo» italiano (tanto en la literatura como en el cine) fue sustituido por la «Nouvelle Vague», la nueva ola del cine francés, y por el «Noveau Roman» de Alain Robbe‐Grillet, etc. mientras que en Inglaterra el «Free cinema» y «los jóvenes airados» (los «angry young men») trastocaban todos los límites familiares, desde el teatro de Osborne (Mirando hacia atrás con ira) a las novelas de Sillitoe (La soledad del corredor de fondo), o a directores como Tony Richardson con su versión de Tom Jones (la magnífica novela de Fielding) y con su implacable versión literal de la Carga de la brigada ligera, tan mitificada por el poeta Tennyson o por el Hollywood de Errol Flinn. El magisterio de D.H.Lawrence, la difusión de Henry Miller o Anaïs Nin y del psicoanálisis de Norman O. Brown, suponían la propagación de un nuevo erotismo anglosajón que aún arrastraba, sin embargo, un sentido trágico de la existencia (pese a su vitalismo de fondo), ese tragicismo de la inmediata posguerra que habían transmitido Sartre, Camus y el «Existencialismo» francés en general, sobre todo el estallido feminista que supuso la publicación de El segundo sexo de Simone de Beauvoir. Pero con la reconstrucción plena del capitalismo como circulación global (el capitalismo convertido en vida) la vida se convertía en superficies (Nada, esta espuma, hubiera dicho Mallarmé) y el horizonte de expectativas se transformaba en un blanco (el Blanco de Octavio Paz, de 1966, no era más que un pastiche mallarmeano). Un Blanco que empezó a llamarse absurdamente «del absurdo», sobre todo a partir de los textos de Samuel Beckett (el antiguo secretario de Joyce), especialmente Esperando a Godot (En attendant Godot, Waiting for God(n)ot, que sería su verdadero significado) de 1952. Sólo que ese Blanco se puede rastrear a través de su poética más masiva: la textura del rock, siempre con el erotismo latiendo por debajo. A principios de los 60 un joven admirador del poeta Dylan Thomas (de quién tomó el nombre), y siguiendo las huellas del mítico Woody Goothrie, compuso una primera transformación del Blanco: The times they are achanging, donde venía a señalar que ese cambio de los tiempos indicaba a los padres que la carretera vieja ya no servía y que existía una carretera nueva, la de los hijos, algo que los padres no debían criticar porque no lo comprendían. Pero a mediados de los 70 Leonard Cohen anunciaba ya el envejecimiento de aquella carretera: “Vamos a cantar otra canción, muchachos, / ésta se ha hecho vieja y amarga” (Sing another song, boys). Pero ¿cuál era esa otra nueva canción? En 1976 en Inglaterra los parados se contaban por millones y los Sex Pistols retomaban al Blanco, pero esta vez al blanco sucio de la basura y el vertedero en su sarcástica God save the Queen: «`Cuando no hay futuro ¿cómo puede haber pecado. / Somos las flores del vertedero...». No hay futuro: ese era el nuevo lema que, sin embargo, el sistema iba a transformar en el pastel de crema podrida que se llamó postmodernidad: el Fin de la Historia. Es sintomático observar, con todo, cómo la rebeldía de Dylan o Cohen se condensaba en mitos capitalistas tan obvios como el del biologicismo (lo joven y lo viejo) o el asfalto americano de las carreteras (de nuevo On the Road, la carretera como único sentido de la vida). La basura de los Sex‐Pistols suponía la inversión de esos mitos: no hay futuro, sólo hay basura. Pero, repito, en los 80‐90 esa basura cotidiana se convirtió en el verdadero brillo de la noche y el día. La basura que sólo algunos pocos escritores (7), como Thomas Bernhard, eran capaces de constatar. Pero en realidad la postmodernidad no fue más que el reciclaje continuo de la basura (no sin las contradicciones de fondo que supo apreciar ahí F. Jameson). Y así el reciclaje cotidiano (por ejemplo la ley del valor convertida en el «todo vale» de la escritura, o en el «todo vale» en la flexibilidad del despido en el mercado de trabajo), ese valor del blanco (del banco) fue lo que el sistema impuso como superficie y fondo de la vida en las últimas décadas.

Pero en la primera reconstrucción europea de los 60 la constatación del «yo soy porque estoy vivo» aún valía más que la acomodación al «yo soy porque estoy explotado y por eso vivo tan a gusto». En los 60 aquello de que los tiempos estaban cambiando iba directamente en serio hasta el golpe brutal del 68, pero de nuevo no sin contradicciones. Así, mientras À bout de souffle de Godard o Los cuatrocientos golpes de Truffaut aún mantenían el hervor de la vida, mientras Buñuel transgredía el erotismo con la sacralización de Viridiana y las turbias imaginaciones de una esposa perfecta como Catherine Deneuve en Belle de jour, un imbécil como Roger Vadim condensaba toda la mitología de las nuevas superficies inventándose el mito de Brigitte Bardot. Y así fue como, gracias al fetichismo de la mercancía, de nuevo Dios creó a la mujer (Et Dieu crea la femme). La dolce vita de Fellini o Il sorpasso de Dino Risi fueron las primeras críticas a esas superficies blancas de la vida. Pero el erotismo no cesaba de fluir: Pasolini lo veía también desde su lado trágico (casi como un heredero restallante del Pavese de “Vendrá la muerte y tendrá tus ojos”), tanto en sus Ensayos corsarios como en el impresionante Saló. Bataille y Klossovski teologizaban y sacralizaban el erotismo a partir de Sade y Masoch. Pero Sophia Loren, Silvana Mangano o Claudia Cardinale se convertían en mitos eróticos europeos, tanto como Marilyn Monroe en Niágara o como James Dean, Paul Newman o el Marlon Brando de Un tranvía llamado deseo, la obra teatral de Tennessee Williams, que, llevada al cine, provocó una de las encuestas más inesperada de la historia de la sociología. Una encuesta sobre el hombre más sexy desnudo en USA, dió como resultado la imagen de Marlon Brando vestido con la camiseta sudada en esa película. Antonioni y Bergman convirtieron el vado de las superficies en «incomunicación» (mientras Habermas, el último de los filósofos de Frankfurt, creaba su Teoría de la comunicación; y T. Parsons su teoría sociológica sobre las relaciones entre «ego» y «alter»). Pero en el fondo tanto comunicación como incomunicación eran variantes de la circulación de mercancías, y sobre todo la incomunicabilidad de Antonioni se proyectaba a través de las relaciones eróticas. De un modo u otro la fluencia erótica nos seguía desbordando. De modo que los médicos (sociobiológicos) se lanzaron sobre el filón de Eros: los informes de Kinsey y de Master & Johnson sobre la sexualidad americana en general y el informe Hite sobre la sexualidad femenina se convirtieron en auténticos bestsellers. Y con ello, poco a poco, la Hipótesis represiva respecto al sexo comenzaba a derrumbarse ante la evidencia de la Hipótesis acumulativa. Resultaba difícil creer que el sexo estuviera reprimido en nuestro mundo, cuando nuestro mundo no daba abasto a tanta acumulación de sexo. Estábamos rodeados por el sexo y el sexo se desparramaba por todas partes. Quizá El último tango en París de B. Bertolucci fuera el último escándalo, fuera el último síntoma de la atracción/represión hacia y sobre el sexo. La mediocre Emmanuelle y la más interesante Historia de O (tanto en la novela como en el cine o en el cómic) resultaban algo ya completamente normal. Era otro síntoma: a partir de ahí el sexo perdió su secreto y se convirtió en nuestra cotidianidad. Y fue entonces cuando empezamos a hablar, hablar, hablar, a parlotear sobre el sexo hasta quedar exhaustos (no sé si algunos/as incluso lo ejercitaban).

3.‐ Ahora bien: si la ley del valor (8) lo rige todo en nuestro mundo, la pregunta inmediata respecto al erotismo no podía ser más que ésta: ¿cuánto vale un cuerpo? Si el cuerpo de la mujer no valía nada para Freud ni para la mujer misma (según el inconsciente burgués: sólo el ángel sin sexo del hogar), por el contrario estaba claro que a nivel público el cuerpo de la mujer tenía cada vez más valor para la moda, la publicidad, para la escritura del erotismo en general. La incorporación de la mujer al mundo del trabajo en bloque subjetivizó el valor de la mujer ante sí misma. Y esa subjetivización del propio valor tuvo un apoyo fundamental en técnicas medicalizables básicas. Es obvio que la píldora anticonceptiva derribó (biológica e ideológicamente) casi todos los límites y permitió convertir al sexo en Totem; mientras que el Sida ha establecido nuevos límites (también biológicos e ideológicos) y ha abierto una brecha para (re)convertir al sexo en Tabú. La hipótesis represiva siempre late de alguna manera, y más en una sociedad tan médicamente reglamentada (en nombre del precio de la salud pública) como la nuestra. Pero el hecho decisivo de la mítica píldora (o del DIU, etc.) no fue algo aislado, nacido por generación espontánea: volvía a exigirlo la circulación de los cuerpos/mercancía en el fetichismo del mercado. Y por eso la llamada liberación biológica de la mujer tuvo sus pasarelas simbólicas en el autorreconocimiento del propio cuerpo y su presentación pública (casi al desnudo: desde el bikini a la minifalda) y sobre todo en su trasvase (que sí significaba una transformación ideológica plena) desde el tradicional rol de agente pasivo en el sexo al papel de agente activo en el ámbito del erotismo. La liberación gay y el lesbianismo, la deconstrucción del lenguaje familiarista tradicional, tenían que acompañar a la llamada liberación de la mujer en una deriva inevitable, como las cataratas del Niágara, como el Happy birthday to you que Marilyn Monroe le cantó a John Kennedy en su cumpleaños. La política del erotismo era un hecho porque el mercado dominaba a la política y al erotismo.

III.

1.‐ El planteamiento básico de Marcuse (cómo el sexo se transformó en Eros) nos arrastraba como siempre al supuesto idílico mundo de los griegos, donde de pronto habría surgido una desgracia. El Eros platónico, ese sueño de plenitud libre, habría caído en las garras del Logos, y desde entonces el Logos habría atenazado y reprimido al Eros (9). Todo lo instintivo, vital y liberador de la humanidad, todo lo que condensaba el erotismo, habría recibido la constricción del Logos: la rígida restricción del «principio del placer». Ahora, con la civilización llegada a su madurez, habría llegado la hora de tirar por la borda todas esas restricciones. Decía Marcuse: «En este sentido la idea de una gradual abolición de la represión es el a priori del cambio social». Sólo que esta frase ya no la escribió Marcuse sólo para los USA de los 50, sino para el prólogo de la edición parisina del 61. Si el Rock around the clock que Bill Haley grabó en 1957 y por supuesto el King Creole de Elvis empezaban a abrir grietas en el lenguaje cotidiano de la imagen familiar del cuerpo en USA (el cuerpo hablaba en las caderas de Elvis, mientras que, como decíamos, el rock se convertía en la voz del silencio del cuerpo), la consigna marcusiana de la no‐coerción se transformó definitivamente en otro slogan sobre el cuerpo, el slogan decisivo de «sexo, drogas y rock and roll» (de los Beatles y los Rollings hasta su culminación no sólo en Woodstock sino en cualquier happening), tanto en USA como en Europa, de forma masiva y a todos los niveles. Si a eso le añadimos la guerra del Vietnam («haz el amor y no la guerra», pero también «mata a un comunista por Cristo»), el deseo de retorno a la naturaleza, y la inesperada quiebra del mercado capitalista con la crisis del petróleo (y de las materias primas en general: la aparición de la ecología), incluso el abandono del dólar del patrón‐oro; si el 68 creó una verdadera revolución en todos los sentidos, si el horror stalinista se estrelló definitivamente contra sus propios tanques en la primavera de Praga, efectivamente sólo un rey criollo parecía emerger como clave de la soberanía de los pueblos y de las vidas: sólo el sexo era el símbolo de la auténtica liberación humana. Si en el 59 ya se había celebrado en París una exposición postsurrealista con el título de Eros (10), los textos Situacionistas (11) del Mayo francés indicaban un mismo hilo rojo: la revolución a partir de la vida privada donde el sexo seguía siendo el rey y donde se intentaba acabar con cualquier tipo de lenguaje familiarista. Los panfletos que bullían en el Odeón comenzaban siempre con consignas de este tipo: el primer deber de un revolucionario es matar al padre, etc... Algo que, de hecho, nos llevaba de nuevo al Psicoanálisis y al Freud de que había partido Marcuse. Y en efecto, en el 68/69 J. Lacan (no muy partidario del movimiento de Mayo) realizó su Seminario El reverso (l’envers) del Psicoanálisis. Un texto fundamental porque ahí la sexualidad o el erotismo ya no se analizaban a través de la hipótesis represiva sino a través de lo que Lacan llamó el Discurso del amo, lo que, esquematizando al máximo, podríamos denominar la ley del deseo y/o el deseo de la ley. Analizar la sexualidad no a través de los instintos (Trieb) reprimidos sino a través del deseo era un cambio de perspectiva radical. Bien es cierto que eso no era nada nuevo. Era algo que estaba inscrito también en El malestar en la cultura de Freud, el texto nuclear para Marcuse. Pero si Marcuse se había fijado sobre todo en el «atrapamiento» del Eros por el Logos (algo que luego desarrollarían hasta el extremo Derrida, traduciendo literalmente «Logos» por «palabra hablada» y estableciendo su teoría del «Logocentrismo», y ciertas feministas, a partir de ahí, con su teoría de «Logofalocentrismo»). Lacan se fijaba no sólo en el atrapamiento del inconsciente por el lenguaje, sino en esa imagen del deseo/goce atrapado por el discurso del Amo o de la Ley (el nombre del padre, etc.) Si la ley estaba siempre inscrita en el deseo, más aún, si el deseo deseaba la ley, la necesitaba, la imagen represiva, la hipótesis coercitiva, se venía abajo. Pero, repito, que esto estaba ya también en el Freud de El malestar en la cultura (e incluso en ciertos rasgos de El porvenir de una ilusión). Era la cuestión del sadomasoquismo inscrito en cualquier dispositivo de deseo, como ha señalado certeramente Terry Eagleton (12). Diríamos por nuestra parte: si el Ello era el látigo real de las pulsiones deseantes y el superyó era el látigo sádico‐familiar (el nombre del padre o de lo social/simbólico), el lugar del yo (el lugar de lo imaginario del deseo) se movía siempre entre el sadismo de los dos látigos y el masoquismo de aceptarlos (o el sadismo de proyectar esos latigazos hacia el «Otro»). Pero la cuestión era clara: se trataba, sobre todo, de aceptar el deseo de ley o la ley del deseo. Sólo que contra el fetiche de la represión no se estableció únicamente el discurso de Lacan (que por otra parte no rechazaba globalmente la represión: el «refoulement», el rechazo, siguió siendo clave en sus planteamientos) sino igualmente el Anti‐Edipo de Deleuze/Guattari, la «política del deseo» de Negri y del propio Guattari, y, por supuesto, el primer volumen ya citado de la Historia de la sexualidad de Foucault, o sea, La voluntad de saber. Si evidentemente Deleuze y Guattari suprimieron demasiado rápidamente el Edipo familiarista para centrarse sólo en una abstrusa esquizofrenia provocada en el yo por el capitalismo (en realidad se trataba de una teoría del «yo partido», del Spaltung de que habló Freud, una teoría del dolor, pero también el delirio esquizofrénico como única salida), Foucault, en el 76, aprovechó la confusión en torno al lenguaje del sexo para lanzar una andanada no sólo contra Marcuse y su Logos represivo; no sólo contra Althusser y su imagen de la familia como Aparato Ideológico de Estado, sino muy especialmente contra el propio dispositivo del psicoanálisis de Lacan, entonces en pleno auge. Resumo otra vez al máximo: si es verdad que el deseo desea la ley y que la ley está inscrita en el deseo, sin embargo es falso —le dice Foucault a Lacan, sin nombrarlo— que ese discurso de la ley funcione sólo como código jurídico, como discurso del padre o del maestro o del amo (mientras que el deseo se comportaría sólo como el niño obediente o sumiso). Muy al contrario: lo que pone en marcha el mecanismo de la ley es el Poder (que correlativamente permite agujeros de rebelión): el Poder tampoco es un poder político, es una correlación de fuerzas capilares desde abajo que se define en términos de guerra: tácticas y estrategias del poder (casi como en Hobbes). Eso es lo que explicaría la estructura interna de este primer volumen de Foucault y sus cuatro figuras básicas: los niños, la mujer (histérica/madre), los perversos y el problema de la demografía o de la población y las razas. Como se sabe, este proyecto originario de Foucault se frustró y Foucault cambió otra vez de trayectoria, para retornar como siempre hacia el supuesto origen, hacia los griegos y los romanos (para hablar de El uso de los placeres y de El cuidado de sí mismo). En realidad, pienso que la imagen del Poder era tan abstrusa (como la esquizofrenia de Deleuze/Guattari) que Foucault acabó por verse en un callejón sin salida. Y por ello la relación entre voluntad de Saber (¿por qué tantos discursos hablando sobre el sexo, por qué tanta scientia sexualis?) y la voluntad de Poder era algo que chirriaba por todas partes y que no encajaba en ese mecanismo del Poder del deseo (como una teoría que no encaja en sus prácticas). Y así Foucault se vio obligado a retomar un discurso más práctico, más verificacionista: el ars erotica (la Afrodisia a partir de la Épiméleia) de los griegos, la Paideia de los romanos, el extraño caso de los estoicos senequistas y el no menos extraño caso de la Penitencia y la Confesión cristiana (para Foucault la mayor incitación/represión de las formas de sexualidad). Por supuesto porque la Iglesia (como «El» Partido) habrían pretendido poseer la Verdad, sin darse cuenta de que cada discurso es verdadero en su relación Saber‐Poder...

2.‐ Por su parte Antonio Negri (y mucho más Negri con Guattari) (13) estableció una política del deseo a través de un principio demasiado obvio (la subsunción real) y un principio demasiado discutible (producción y circulación serían hoy lo mismo). La absorción (o subsunción real) significa sencillamente (y vuelvo a esquematizar) la obviedad de que hoy todo es capitalismo. No hay diferencia entre tiempo de trabajo y tiempo del ocio, no hay diferencia entre lo privado y lo público, entre trabajo vivo (propio) y trabajo para el sistema (trabajo muerto). Negri añade que en el 68 se acabó el fordismo (o sea, la relación regulada entre producción y consumo) y se acabó el taylorismo (o sea, la difusión del ansia del trabajo incluso en cadena), para que apareciera el posfordismo (digamos la circulación o el consumismo salvaje) y el postaylorismo (digamos, la cultura del rechazo del trabajo). Estas habrían sido, para Negri, las bases y las derivas de la revolución alternativa del 68, que ya no quería apropiarse del poder del sistema, sino establecerse a través de sus márgenes. Así habrían surgido también las bases de la «autonomía operaia» e incluso de un capital sin capitalismo, y múltiples focos de rebelión latentes posibles: incluidas, por supuesto, las formas de sexualidad y del erotismo del yo: la política del deseo como el deseo de una política «otra».

IV.

1.‐ No rechazo en absoluto ninguno de los planteamientos precedentes (14). Pero creo que habría que introducir una serie de cuestiones inevitables. La pregunta acerca de dónde está la trampa sigue en pie. Si el capitalismo nos ofrece hoy el sexo por doquier ¿a cambio de qué? El capitalismo no concede ni una cosa sin obtener algo a cambio. Cada conquista supone una revancha, cada rebaja un aumento de precio. Entonces ¿por qué tanta aparente libertad sexual, tanto erotismo libre? No es extraño que ya desde principios de los 80 Carole S. Vance, Gayle Rubin y otras feministas americanas se plantearan el problema precisamente a través de un título tan peliagudo como Placer y peligro (15); no es extraño que un analista de la homosexualidad masculina tan serio como Jeffrey Weeks apelara a la necesidad de una «real democracia moral», advirtiera del peligro —de nuevo— de la íntima relación entre «placeres privados y política pública» en su libro: Sexualidad (16); no es extraño que Thomas Laqueur tratara de hablar desde esta relación peligro/ placer a propósito de su muy erudito pero discutible libro: La construcción del sexo (17); del mismo modo que no es extraño que Francisco Vázquez García y Andrés Moreno Mengíbar hayan tratado de trazar una densa genealogía de la moral sexual en España desde los principios de nuestra modernidad hasta hoy (18).

La trampa estaba en alguna parte y efectivamente sólo se podía hallar en el análisis histórico de los hechos.

2.‐ Así pues, desde un punto de vista «radicalmente histórico» la trampa tenía que hallarse en la producción de los cuerpos. Una vez más no en la circulación de los valores o los saberes, de las mercancías o de los cuerpos fetichizados. ¿Qué inconsciente ideológico construye al cuerpo?. ¿Por qué, cómo y para qué? ¿Cómo se articulan los deseos con el yo‐soy‐cuerpo? Parece claro que si todo se sustenta en la explotación, las formas históricas de la sexualidad no podrían ser sino las formas históricas de la explotación del cuerpo. Ahí, pues, debía radicar la trampa: en el sentido de la apropiación del propio cuerpo, en el sentido de lo que se entienda como valor del propio cuerpo. A partir de aquí mis proposiciones resultan obvias, aunque indudablemente esquemáticas: parece claro que en el inconsciente esclavista los esclavos no son más que cuerpo y se valoran como animales hermosos al igual que los caballos (id est, por su geometría), mientras que el dominio sobre los cuerpos es la única razón de la existencia global. Los que tienen alma o esencia dominan los cuerpos esclavos o los cuerpos de los niños no‐esclavos precisamente para enseñarles que están inmersos en el dominio (si el esclavismo es siempre una relación —dueño/esclavo— en el esclavismo nadie es libre en el sentido actual). Tanto el cuerpo del niño no‐esclavo como el cuerpo del esclavo son producidos para el dominio de la geometría física o educativa. Está claro que las mujeres no son el primordial objeto del deseo en el mundo esclavista griego, y ni siquiera en el romano (19). Quizás por el miedo a la diferencia, quizá por la necesidad de la separación sexual y social, quizá por el miedo a la reproducción. La mujer más que un placer era un peligro económico y vital. Quizás también porque la mujer no esclava se escapaba al dominio o porque el dominio viril era demasiado fuerte y prefería su semejanza. En el mundo feudal está también claro que las tres religiones del Libro conciben el ser humano a imagen y semejanza de Dios, del Señor. En consecuencia el cuerpo es tierra y degradación. E inevitablemente el auténtico deseo será liberarse del cuerpo (para los clérigos y los santos) o purificarlo luchando contra el infiel (para los nobles y los caballeros). El cuerpo quiere llegar hasta el alma y el alma quiera llegar hasta el Señor. Esa es, al menos en apariencia, la trayectoria del deseo. Pero lo más normal es que, por el tremendo peso terrenal de lo existente, la trayectoria se vuelva a la inversa, y el deseo se quede siempre clavado en el cuerpo. Por supuesto también con diferencias.

Los siervos tienen alma pero sólo vegetativa y sensitiva, al igual que las mujeres, que parecen estar hechas a imagen y semejanza no directamente de Dios sino de la naturaleza o del hombre. Por eso son el albergue del pecado o de la serpiente y sólo pueden sublimarse a través de la virginidad. Pero en realidad la virginidad es casi la negación de la mujer, porque para toda la ideología feudal es obvio que la mujer «sangra» y procrea. Como el capitalismo nos convierte a todos en sujetos libres, la imagen de la apropiación del cuerpo libre (para ser explotado) se empieza a difundir por todas partes: Yo soy libre propietario de mi cuerpo (es decir, la imagen de la propiedad privada). Esto es algo que comienza efectivamente en los discursos del XVI y culmina sobre todo en el XVIII, quizá con un símbolo erótico, un símbolo del cuerpo, que se encuentra donde menos lo esperábamos: en el Robinson Crusoe de Defoe. No cabe duda de que el Robinson de Defoe es el libro que mejor explica el transfondo de toda la erotización global de nuestro mundo posterior. Y la cuestión vuelve a ser clara como el agua: si mi cuerpo es mi propiedad privada, yo soy el dueño de mi cuerpo y por tanto puedo serlo del mundo que me rodea. La posesión plena del propio cuerpo (y esto es algo básico en el imaginario masculino de la burguesía: la clave del machismo) no es más que la transferencia hacia la posesión global del mundo que el capitalismo necesita. Posesión de la naturaleza, posesión de las cosas, posesión de las mujeres y posesión del sexo. Que ese erotismo de la posesión del cuerpo estaba inscrito en Defoe, nos lo muestra claramente su otra gran novela, Moll Flanders, donde la subjetividad de la mujer se hace patente. En España y otros países católicos la resacralización organicista del XVII convierte al cuerpo en transparencia de podredumbre, huesos y calaveras, mientras que el puritanismo burgués luterano lanza sobre el cuerpo todos sus anatemas y sus reglamentos. Pero las contradicciones afloran por todas partes, y el cuerpo se desborda en Shakespeare hasta el furor. El rococó francés «adorna» el cuerpo, lo teje con encajes y puntillas, y una sinuosa perversidad empieza a entreverse en torno al libertinaje y a lo que Laclos llamaría «las relaciones peligrosas». Roto el linaje feudal de la sangre (ese linaje feudal cuyas contradicciones apenas supo entrever Foucault) el cuerpo burgués se convierte en familia (20). La historia de la sangre azul se transforma en el cuerpo del dinero y de la salud. El cuerpo propiedad de sí mismo (el que habíamos visto en Robinson) es el que se impone, igual que se impone la burguesía como cuerpo. El contrato social se traslada al contrato del matrimonio. Y se crea la imagen de que los hombres que son públicos y serios por el día se convierten en lúbricos y sátiros por la noche. Mientras que las mujeres (como diría Balzac) tienen que guardar su pequeño tesoro secreto, porque la virginidad ahora no «las niega» sino que, al contrario, es el único valor que ellas pueden vender en el mercado. No ya por la sangre (aunque en el XIX —y la primera mitad del XX— siga siendo un símbolo de la noche de bodas), sino por el signo de la propiedad privada de Robinson.

3.‐ Que los saltos que han ido dando el erotismo y las formas de sexualidad (desde la época de Balzac y Zola o Claude Bernard: lo normal y lo patológico) hasta hoy sigan siendo productos ideológicos de la construcción del cuerpo —o del deseo— respecto al mercado, eso es algo que ya no necesitamos señalar más. Pero sí concluir con algo más de luz sobre nuestros presupuestos originarios. Estableceré sólo una serie de tesis básicas, que habría que matizar muchísimo pues sólo señalo tendencias generales:

A) Si evidentemente el «yo soy cuerpo» es algo que se produce dentro de lo que Freud llamó Novela familiar (y ya hemos esbozado como la «gens» romana no tiene nada que ver con el «linaje» feudal ni éste con la familia monogámica burguesa), deberíamos plantearnos hasta qué punto la familia nuestra es un Aparato ideológico de Estado, tal como la definió Althusser. Esto puede parecer extraño sólo para quien piense en el Estado como una unidad nuclear allá arriba (el símbolo máximo de lo público) y para quien piense en la familia como una unidad nuclear aquí abajo (el símbolo máximo de lo privado). En realidad esto nunca ocurre así: no hay una diferencia tajante entre lo público y lo privado o entre el Estado y la «sociedad civil». Podríamos hablar de una correlación de fuerzas en ambos sentidos. El sistema se condensa en el Estado y el Estado se capilariza en el sistema, en su configuración última. No puedo penetrar ahora en estos planteamientos, que han sido analizados ya desde Maquiavelo, Kant, Hegel o Gramsci. Sólo precisar una cuestión: en el sistema capitalista el mercado ha sido siempre el canalizador básico de todas esas correlaciones entre lo privado y lo público. En este sentido podemos considerar a la familia a través de tres líneas de funcionamiento interno: Como una unidad de mercado (un concentrado económico); como reproductora y mantenedora de la fuerza de trabajo (en los de abajo) y de la fuerza del capital en los de arriba; y, en consecuencia como transmisora capilar de los valores ideológicos y vitales dominantes. En ese microcosmos afectivo, sentimental o de infierno todas las subjetividades se juegan sus contradicciones y su forma de decir «yo‐soy». Obviamente la familia cumple una cuarta función decisiva: la reproducción sexual de la vida, en tanto que construcción del sexo (a través de Edipo) y en tanto que configuración de la forma de sexualidad tanto psíquica como socialmente. Desde tal perspectiva se puede considerar a la familia a través de una última delimitación: id est, como unidad de mercado del sexo. Sólo ahí el sexo se puede ofertar o demandar limpiamente para seguir reproduciendo las nuevas familias. De este modo la familia se convierte en la relación entre Construcción (del sexo) y Constricción (del sexo). De ahí el código represivo y la imaginería en torno al niño y la niña («Dónde has estado o a qué horas has vuelto»). Hasta los años sesenta al menos la constricción para los varones era obvia: ganarse la vida en el espacio público. Para las mujeres no menos evidente: mantener su limpieza privada para esperar la demanda «limpia» en el mercado del matrimonio. El código represivo actuaba latente: el onanismo, el «donjuanismo» o la homosexualidad respecto a los varones; el tejer y destejer de las horas respecto a las mujeres. Como sólo se les permitía pensar en ser sexo —y no podían sin embargo pensar en el sexo— se suponía que las mujeres simplemente «no pensaban». El argumento es de Freud y ha llegado hasta hoy.

B) La crisis del capitalismo desde mediados de los años 60 hasta mediados de los 70 echó por la borda todo esto. La llamada crisis de la familia fue un correlato más o menos directo de la crisis del mercado: una crisis que no era un fantasma sino algo absolutamente real. Como fantasma sólo quedaba el edípico: la fascinación de odio/amor por el padre o por la madre (y viceversa); o la relación odio/amor respecto a los hermanos/as, etc. Y los ritos se condensaban en las bodas, en la alegría del nacimiento y el duelo de la muerte. El duelo de la muerte era quizá lo verdaderamente real, como lo era la regresión sexual de lo edípico (neurosis, obsesiones, etc.) Pero la crisis psíquico‐sociológica de la familia iba más lejos. Pues en efecto: lo que se llamó crisis de la familia comenzó en el núcleo económico, en la quiebra del «concentrado económico» que podríamos simbolizar (también tendencialmente) como la crisis del «patriarcalismo dinerario». Ya un sólo sueldo no bastaba. Poco a poco el mercado‐mundo nos estaba convirtiendo a todos en lo que Negri ha llamado trabajadores sociales. La «proletarización» se extendía con el maquinismo y la informática. La incorporación de la mujer al mercado de trabajo fue una conquista pero también una necesidad del mercado. Al igual que la emancipación de los hijos‐as. Se inició así la historia de la familia convenida en vidas paralelas confluyentes apenas por la noche, en fines de semana o en las vacaciones. La mujer, decimos, comenzó a subjetivizar su propio cuerpo y a darse cuenta de que podía pensar. Los hijos‐as también cobraron conciencia de su propia existencia como cuerpos supuestamente libres. Y con esta historia de las vidas paralelas la relación construcción sexual/constricción sexual inevitablemente se tambaleaba. El código represivo se derretía. Si el núcleo económico se había diseminado, si la vida cotidiana era puro paralelismo, la coerción sexual «flotaba» sin sentido. Ya no había quien impusiera los límites. Fue ahí donde se forjó el gran mito de la liberación sexual. Ante la evaporación del código represivo ahora cualquiera de la familia se veía fácilmente habilitado para saltar cualquier frontera, para transgredir cualquier opaca legislación cada vez más liviana. El yo soy libre se imponía. Yo soy cuerpo libre para que me exploten en el trabajo, pero en consecuencia también yo soy cuerpo libre para hacer lo que quiera (o pueda) con mi cuerpo. Mi cuerpo es mío. Puedo transgredir cualquier orden. Transgresión y liberación se convirtieron así en las trampas más hábiles del sistema. Trampas: en realidad nunca se transgrede la ley de un sistema ni nadie se libera de la represión de un sistema, porque de hecho está siempre producido o construido por ese sistema. Fuera del sistema no hay nada. Sólo los límites que se expanden cada vez más elásticos. Más allá del sistema no se extiende nada que no sea construir otro sistema. Como el sistema lo llevamos dentro —es nuestro inconsciente— jamás se vive o se escribe o se sexualiza sino dentro del orden/desorden de lo establecido. Jamás se vive o se escribe o se sexualiza en el vacío, desde la nada, siempre desde un lleno, desde un inconsciente que es el del dominio y que es el nuestro. He aquí por qué el mito de la transgresión o de la liberación sexual (en abstracto) se puede traducir simplemente como la gran trampa del sistema.

C) Eso no implica que la crisis de la familia como unidad económica, como unidad vital y como control sexual no fuera una realidad evidente. Repito que correspondía a la crisis del capitalismo en general. De modo que el fetichismo de la mercancía se tenía que extender por todas partes: hasta el último rincón de la casa se convirtió en mercancía, al igual que el último rincón del cuerpo. La realización efectiva del fetichismo de la mercancía constituye inmediatamente a los cuerpos en fetiches mercantiles, a la vez que los cuerpos mercantilizados se convertían en fetiches eróticos. El erotismo de los cuerpos y de los lenguajes se transformó en la única relación intercomunicativa: la relación erótica, el deseo flotando por todas partes, y fuera el deseo que fuera. Ahora bien: si la crisis de la familia se había producido por la crisis del mercado; si la crisis del mercado se deslizaba hacia la fetichización mercantil del todo; si los cuerpos y los sexos se convertían en fetiches mercantiles, la familia mercantil tenía que aceptar la «liberación fetichista» de los cuerpos eróticos como algo «normal». Fue así como el código represivo de los sexos comenzó a desvanecerse. Incluso se buscaron alternativas a la familia tradicional: primero las comunas hyppies; luego las parejas «abiertas», luego (hoy) las parejas «libremente elegidas». Tras el fracaso evidente de las comunas (ese comunitarismo libertario o fourierista) y la ambigüedad de «lo abierto» (ese individualismo liberal de tipo anglosajón, más o menos copiado de las clases altas), sólo la última solución (las parejas libremente elegidas) parecían tener un real funcionamiento, junto a la soledad, como es obvio. La contradicción seguía latiendo, sin embargo, en la palabra libre (tanto en las parejas libremente elegidas como en la supuesta soledad libre). De cualquier modo si el sistema estaba desconstruyendo el concentrado económico familiarista y su unidad vital o afectiva/sentimental; si el sistema había convertido a todos los cuerpos en mercancías explotables y a los sexos en mercancías‐fetiches ¿qué quedaba en la familia como núcleo sexual, de control y configuración de las formas de sexualidad?. Todo lo sólido parecía en efecto desvanecerse en el aire. Sólo que la pregunta se extendía más allá: ¿podía la sociedad capitalista sostenerse sin el microcosmos de la familia que el propio sistema estaba objetivamente destruyendo en sus diversos nódulos?

D) Decía en mi texto sobre Brecht (21) que, obviamente, el explotador no podía vivir sin el explotado, pero el explotado puede vivir sin el explotador (22). Ahora bien: ¿cuál es el estatus de la familia en este sentido?. Evidentemente como cualquier institución de este tipo, y por muy paradójico que parezca, era —y es— un mecanismo a la vez explotador y explotado (todos llevamos dentro el inconsciente de la explotación: de ahí la violencia doméstica, la violación, el incesto, pero también el poder de la Madre, como ha señalado Elisabeth Roudinesco) pero está claro que esta institución socioestatal, este microcosmos ideológico, económico y sentimental/sexual al que llamamos «familia» supone una serie de prácticas imprescindibles para que el sistema funcione y se reproduzca. De este modo, y tras la crisis, la familia se reconstruyó, se está reconstruyendo, sólo que de otra manera. La presencia total del mercado en nuestras vidas hace que la «nueva familia» se vea obligada a fijarse más en el mercado que en sí misma, viva más pegada al mercado que nunca. De ahí la aludida necesidad del doble (o triple) sueldo, del doble trabajo, incluso del trabajo llevado a casa (y de ahí el inevitable descenso de la natalidad, etc.). La «nueva familia» se reconstruye, pues, ante todo como unidad mercantil. Seguirá siendo un microcosmos unido y diferenciado económica e ideológicamente, y seguirá produciendo las individualidades y los sexos, incluso las formas de sexualidad. Lo que ya no podrá controlar más será la circulación del mercado del sexo, porque eso sí se ha escapado de las manos de la familia. Desde la perspectiva del control la «nueva familia» distribuye de otro modo los papeles en casa (por ejemplo las «labores domésticas»), admite las diferencias ideológicas e incluso el individualismo de vivir por libre, pero la circulación del sexo ha escapado a su control. Tal desexualización de la nueva familia (en el sentido del control sexual) es lo que ha hecho fertilizar entre sus individuos «el yo soy libre sexualmente» (el aludido yo hago con mi cuerpo lo que quiero), sin que nadie note para nada, como nadie nota la presión de la atmósfera, que el control ha pasado ahora al sistema, que el sexo —como todo— se inscribe en la circulación global de las mercancías. El deseo/sexo se ha objetivado tanto que incluso se ha separado del cuerpo, como el «fetiche» abstracto se separa de la mercancía concreta. He ahí el verdadero sentido del «fetichismo erótico», su verdadero carácter de Totem: el erotismo convertido en inconsciente social objetivo. Por eso el «Yo hago con mi cuerpo lo que quiero» debería traducirse como Yo hago con mi cuerpo lo que el sistema me incita a hacer y me pide que haga. Así borraríamos del mapa el mito de que el sexo y la literatura siguen siendo los últimos refugios de la privacidad y de la intimidad: mi literatura y mi cuerpo (o mi erotismo) sí que son realmente míos. Las últimas madrigueras. Ya que, como venimos diciendo, es aquí donde radica la verdadera trampa, tanto respecto al erotismo como a la literatura. ¿Cómo enganchar el yo‐soy a un lenguaje o a un cuerpo siempre marcados de antemano, a la objetividad de un fetiche que a la vez me produce y produce mi fetichismo?

E) No se trataría, pues, tanto del sexo‐rey de que hablaba Foucault sino de la obviedad del mercado‐rey. Sólo que el mercado‐rey jamás es neutro (nadie ni nada lo es) sino que necesita explotarte hasta el último poro para seguir funcionando. Lo cual significa que lo público ha invadido de tal modo lo privado que ya no hay otro modo de decir «yo soy» sino a través de la fórmula «yo soy explotado». Ahora bien: se puede decir (aún inconscientemente) yo soy explotado y no me importa en absoluto. No lucho contra la explotación sino que busco las mejores estrategias dentro de ella. Por ejemplo procurando colocar mi cuerpo en los mejores lugares del mercado —si el mercado no me lo impide—. Este es el más obvio filo del cuchillo de la explotación. Pero hay otro filo, el de las esquinas y la suciedad cotidiana, el bullir de las contradicciones, tanto en el interior de la literatura como en el interior del erotismo. Como la explotación lleva a la anulación de la propia vida, lleva al dolor y la angustia, también nuestro inconsciente/consciente se revuelve y a veces intenta (intentamos) luchar contra la explotación. Bastaría concluir así con otra pregunta insidiosa: ¿cómo se delimita hoy el valor de un cuerpo, de una vida?. Con una consecuencia obvia: si queremos crear otra subjetividad ontológica e históricamente fuerte (en lucha con la explotación) quizá convendría acudir al otro filo del cuchillo de la vida y del erotismo. Puesto que si el silencio de los cuerpos desea hablar, entonces ese deseo se puede convertir, en efecto, en una forma de resistencia. Aunque sólo sea para decir, con Rimbaud:

“Hasta los espíritus de las aguas,
malhechores,
entran a vagar
por las esferas de la alcoba”.

Sólo que habrá que tener mucho cuidado para que la alcoba no se nos convierta otra vez en «una noche en familia» bajo la trampa del Eros libre.

(Notas):

(1) M. Foucault, Historia de la sexualidad. 1. La voluntad de saber, Madrid: Siglo XXI, 1978.

(2) En el dibujo del mapa de la escritura del erotismo doy por sabidos (y por tanto no analizo) una serie de hitos básicos desde el XIV‐XVI hasta hoy. Por ejemplo mis favoritos: «El embrujo» del Decameron, de Boccaccio; La Celestina y los diálogos sexuales entre Rampin y la Lozana andaluza; El sueño de la noche de San Juan y el Polifemo gongorino. Entre la masa ingente posterior, sobre todo a partir del XVIII británico, me quedo con Lástima que sea una puta de John Ford y sobre todo la extraordinaria Fanny Hill, de John Cleland, que escribió el texto «sólo por dinero». Por supuesto Las joyas indiscretas y Jacques el fatalista, de Diderot y Gamiani, de Alfred de Musset. Ya en el XX el Ulysses, de Joyce y la Lolita, de Nabokov. Para paladares refinados acaso no sería excesivo contar con el Manual de urbanidad para jovencitas, de Pierre Louÿs. En España la llamada Biblioteca de López Barbadillo es tan irregular como las novelas de Felipe Trigo. Pero no tan aburrida como los textos de Sade o La venus de las pieles. Respecto a los tiempos antiguos el «porno duro» debe buscarse en el Antiguo Testamento y en El asno de oro, de Apuleyo. La historia de los Borgia narrada por Apollinaire nos lleva al Renacimiento italiano, ese filón: desde Aretino a las recetas de cocina de Leonardo. Hoy ya no hay erotismo como el del monólogo final de la mujer del Ulysses, como la relación entre el borracho Lot y sus hijas o las aventuras de los ángeles de Sodoma (¿qué pasó con Gomorra?); o como la desilusión del asno al reconvertirse en hombre en el texto de Apuleyo. Calderón y Lorca reelaboraron los mejores temas de la erótica bíblica; la serpiente es propiedad de Milton y de Drácula. Hasta el historiador Renan se sintió atraído por la nariz de Cleopatra. Catulo y Ovidio parecen «finos», pero Martha, la novia de Freud, consideraba que El Quijote contenía escenas demasiado eróticas para las jóvenes. «Desde luego, querida», respondió Freud.

(3) Quizá alguien recuerde que Maruja Torres transformó ese enunciado en otro más divertido: «La democracia y yo con estos pelos».

(4) Herbert Marcuse, Eros y civilización, Seix Barral, Barcelona, 1969.

(5) David Loth, Pornografía, erotismo y literatura, Paidós, Buenos Aires, 1969.

(6) El presbiteriano William Hays, el jesuita Daniel A. Lord y el periodista Martin Quigley redactaron el famoso código que empezó a funcionar ya ¡desde 1930!

(7) Pero también el final del Rock: Bruce Springsteen hablaba así de Nacido para correr (Born to run), como mero vagabundo; los U2 cantaban al lugar vacío «donde las calles no tienen nombre»; o incluso el Goodbye de Elton John: «Soy el poema sin rima. / Solo has de volver la pagina y habré desaparecido».

(8) Que Negri niegue ahora la ley del valor sólo supone dos cosas 1°) Negri deja de lado el hecho de que Marx siempre habló de valor entendiéndolo como plusvalor, o sea, como explotación. Si no ¿de dónde iba a salir el dinero y cómo se iba a convertir en capital en el interior mismo del proceso de trabajo? 2°) Negri se basa en que el valor hoy no es mensurable cuantitativamente. Es decir, confunde la plusvalía absoluta (tiempo de trabajo «medible») con plusvalía relativa (id est, «saber» o cualificación del trabajo; el que ese saber no sea «medible» no indica que no sea hoy el más determinante, por ejemplo el saber tecnológico o el capital financiero y/o bursátil).

(9) La imagen de la pérdida originaria o de la caída es, por supuesto, algo decisivo en toda nuestra tradición. Así la caída en la Biblia hebrea o cristiana, así la perdida de Dionisos en Nietzsche o la pérdida del Ser en Heidegger. Por lo demás la transformación del Mito en Logos es «fundacional» en las Historias tradicionales de la Filosofía o la Literatura. De ahí, por ejemplo, la obsesión por el «Renacimiento».

(10) Hay una traducción española del Catálogo bajo el título de Léxico sucinto del erotismo. Anagrama, Barcelona, 1974. Es curioso comprobar que ese catálogo escandaloso hoy no serviría ni para la educación sexual en la escuela infantil.

(11) Ahora recopilados y traducidos por César de Vicente: Discursos sobre la vida posible, Hiru, Ondarribia, 1999.

(12) Cfr. Ideología. Una introducción, Paidós, Barcelona, 1997.

(13) F. Guattari; A. Negri: Las verdades nómadas & General Intellect, poder constituyente, comunismo, Akal, Madrid, 1999.

(14) Derrida, Deleuze, Guattari o Foucault, tras ser adoptados en USA han sido decisivos en el establecimiento de las llamadas Micropolíticas, tras el desvanecimiento de la supuesta macropolítica. En realidad supone una nueva imagen del «anarquismo ilustrado»: es decir, el hombre considerado como naturaleza (sin la ley edípica, por ejemplo) al que luego el sistema malearía de un modo u otro. Nuestro punto de partida es muy otro: ¿quién o qué produce el yo —o el yo soy— desde su nacimiento? A fin de cuentas —decía Hume— todos nacemos en una familia.

(15) Carole S. Vance: Placer y peligro. Explorando la sexualidad femenina, Talasa eds., Madrid, 1989.

(16) Jeffrey Weeks: Sexualidad, Paidós, Barcelona, 1998.

(17) Thomas Laqueur: La construcción del sexo. Cuerpo y género desde los griegos hasta hoy. Cátedra, Madrid, 1994 (Col. Feminismos).

(18) F° Vázquez García; A. Moreno Mengíbar: Sexo y razón, Akal, Madrid, 1997.

(19) Cfr. por ejemplo, Mercedes Madrid: La misoginia en Grecia, Cátedra, Madrid, 1999 (Col. Feminismos) y María Ángeles Duran: Si Aristóteles levantara la cabeza. Cátedra, Madrid, 2000 (Col. Feminismos). Un buen análisis de conjunto en Keith Bradley: Esclavitud y sociedad en Roma, Península, Barcelona, 1998.

(20) J.C.R.: «Escena arbitro/Estado arbitro. Notas sobre el desarrollo del teatro desde el siglo XVIII a nuestros días» (1973). Ahora en La norma literaria, Ed. Debate, Madrid. 2001 (3aed.), págs. 129‐197.

(21) Cfr. J.C.R.: «Brecht y el poder de la literatura», en Brecht, Siglo XX, Comares, Granada, 1998 (Col. «De guante blanco»), págs. 15‐208.

(22) Obviamente no en este sistema de aquí y ahora pero sí en la latencia de «libertad sin explotación» que el sistema lleva dentro.

Fuente: 'Literatura, moda y erotismo: el deseo', Juan Carlos Rodríguez, Ed. de Asociación para la Investigación & Crítica de la Ideología Literaria en España, Los libros de Octubre. Granada, Noviembre de 2003.

(Continúa en esta entrada. Leer aquí)

Juan Carlos Rodríguez - ¿Qué significa "libertad"?


(Fuente: Ateneo Granada en YouTube, "La muerte del aura" Juan Carlos Rodríguez, 13/05/13)