Juan Carlos Rodríguez: La mirada de la moda. Del monopolio a la pasarela [y el Chanel No 5]


I.

1.- Indudablemente la moda es una mercancía, y como nos dice Marx en el capítulo I de El Capital: “A primera vista, una mercancía parece ser una cosa trivial, de comprensión inmediata. Su análisis demuestra que es un objeto endemoniado, rico en sutilezas metafísicas y reminiscencias teológicas”.

La moda, pues, como cualquier otra mercancía, parece de comprensión inmediata pero no lo es en absoluto. Fijémonos en el principio y en el final de la frase. El principio, a primera vista, porque la moda es una cosa que se ve (a la vez que se dibuja, se lee o se escribe); el final de la frase, incluso con reminiscencias teológicas, porque a pesar de que parezca intempestiva, esa cualificación es muy real, dado que nos remite al fetichismo de la mercancía (y veremos en qué sentido). De modo que tenemos aquí ya tres puntos de partida para un análisis de la moda: la mercancía en sí misma, la mercancía “vista” y la mercancía como fetiche. Pero sin olvidarnos del centro nuclear de la frase: el análisis de la mercancía demuestra que es un objeto endemoniado, rico en sutilezas metafísicas... Un análisis endemoniado y rico en sutilezas, ¿no es al menos algo sugestivo?

Comencemos por lo de “endemoniado”, comencemos por el demonio, o sea, por la relación moda/muerte o la relación demonio/pecado. ¿Por qué el demonio es pecador y por qué incita al pecado? Evidentemente por orgullo, y así entramos en las primeras “reminiscencias teológicas” de que habla Marx. Escribe Jorge Manrique: “Y assí como Lucifer / se perdió por se pensar / igualar con su Señor, / assí me vine a perder / por me querer igualar / en amor con el amor”. Es un magnífico ejemplo de la textualidad feudal. El siervo es castigado por querer igualarse a su Señor. En realidad, según la tradición escrituraria, el demonio no intentó nunca igualarse a su Señor. El bello Lucifer sólo quiso no servir, sólo dijo “non serviam”, no serviré. Pero lo que aquí se nos indica, como en tantos códigos del s. XV (sobre todo en Ausiás March) es algo mucho más crucial: al siervo no le basta ya con decir “no serviré” sino que trata de igualarse al Señor: la aparición del sujeto libre y del amor entre almas libres está a punto de aparecer. Y en cierto modo, con ello, también aparecerá la moda. Pero la relación de servidumbre es importante porque seguirá atravesando a la moda por dos esquinas básicas: la servidumbre al deseo y la servidumbre a la norma o la ley.

Esta servidumbre a la norma o la ley nos llevará a uno de los conflictos básicos sobre la moda: al conflicto entre la norma y la individualidad. Por su parte la servidumbre al deseo, en el interior de la moda, nos lleva al cuerpo, a la tentación, a la serpiente y en definitiva a la muerte.

2.- Suele decirse que la moda es lo que más mata después de la muerte, entre otras cosas porque la moda parece conllevarla en sí misma. La moda/muerte como fugacidad del instante. Pero también la moda/vida como la continua resurrección de los cuerpos y de las cosas. Así volvemos a oscilar entre el fetichismo y las reminiscencias teológicas, o sea, las reminiscencias míticas. Pues supongo que hay un inconsciente mítico en torno a las leyendas de la moda, a los orígenes del vestir, que podemos concentrar en torno a una imagen. Digamos que el inconsciente mítico de la imagen de la hoja de parra. La iconografía clásica de la hoja de parra quizá sea a la vez el ejemplo clave de toda la metáfora de la cultura occidental. Su metáfora por excelencia, la metáfora como alegoría. La alegoría de la pérdida de la desnudez —o sea, de la inocencia— y la metáfora del destierro, del origen de la historia humana como errante. Quizá sería mejor decir, como dice W. Benjamín, que la metáfora se bifurca en dos ramas: la alegoría y el símbolo. Así la hoja de parra sería la imagen alegórica de la pérdida o la caída, pero por otro lado, y a la vez, la hoja de parra sería el símbolo concreto del sexo como lugar del pecado. En esta perspectiva benjaminiana la hoja de parra no cubriría exactamente los sexos sino que los alegorizaría en abstracto y los señalaría como símbolos concretos del espacio del crimen. En una palabra: la hoja de parra no es, pues, el primer vestido, sino la alegoría de un mundo perdido y el símbolo concreto, la señal de ese crimen que se arrastrará ya para siempre.

Evidentemente no hace falta ser un experto en la Iconología de Panofsky para que surjan preguntas de inmediato. Por ejemplo, ¿con qué se sujetaba la hoja de parra? Evidentemente con las manos. Y si seguimos la iconología de Panofsky esto nos llevaría a una nueva cadena simbólica: en efecto la hoja de parra no sólo se sujeta con las manos sino que se sustituye muchas veces por las manos. Y las manos son ya deseantes por sí mismas. O sea que la hoja de parra y las manos más que una tachadura del cuerpo serían una señal del deseo del (o hacia el) cuerpo, del orgullo del cuerpo y sus posibilidades múltiples de potencia y/o de juegos posesivos.

Eso es lo malo de los mitos y las leyendas: que al ser por fuerza metafóricos tienen que desdoblarse hacia algo concreto para que nos enteremos del sentido de la alegoría. A ese algo concreto de la metáfora, repito, se le puede llamar símbolo o señal específica que sólo indica un lugar (en este caso el sexo). Y quizás —pero remotamente— un tiempo: el tiempo indefinible que nunca existió, aunque su presencia posee tal fuerza que lo tenemos que arrastrar desde siempre. Ese mito de Adán y Eva, el “érase una vez” de los cuentos, el “many, many years ago...” (hoy también travestido en la mitología de las primeras hachas o de las primeras pieles de los homínidos: en la fascinación por la ideología cientifista de nuestro tiempo).

Y sin embargo aquí nos aparece la primera contradicción que necesitamos introducir: por una parte el símbolo del primer vestido, digamos el de la hoja de parra, es así un símbolo sin tiempo. Claro que puede indicarnos una mentalidad tribal y agrícola e incluso puede enlazarse con el Lot borracho y desnudado por sus hijas. Así la parra, el vino y el deseo se unirían en una misma escritura. Pero esta es otra historia. Lo que nos interesa señalar es que, por otra parte, la cuestión está clara: la moda —y sobre todo la moda del vestido— no puede definirse sin su existencia temporal, la moda es tiempo o no es nada. La moda es taxativa, de nuevo como la muerte: lo que hoy vale, mañana ya no vale; lo que hoy existe, mañana ha muerto (aunque luego vuelva a resucitar, sólo que de otra manera). Y una segunda contradicción: la moda es tiempo, pero también espacio. Y así nos tropezamos con su sentido metonímico, literal, ese símbolo concreto que señala el lugar de la hoja de parra. Puesto que la moda, para desplegarse como tiempo, por su propia fugacidad, necesita de un espacio en donde aparecer y a la vez esfumarse, quizá como la imagen de Cenicienta —otra significativa imagen mítica—. Cenicienta nos traerá problemas porque supone a la vez el cero del tiempo (las doce en el reloj) y asimismo el residuo de un espacio, de un espacio cósico: el zapato perdido que hace “resucitar” al tiempo que se fue.

Volveremos luego sobre el tema de Cenicienta —el zapato que entra o no entra como el cuerpo en la talla de un vestido—, pero fijémonos ahora sólo en la cuestión del espacio de la moda. Ese espacio que tan justamente se concentra en lo que se suele llamar Pasarela. O sea, lo que pasa en un instante para difuminarse en el instante siguiente. Pero ocurre que en el caso del vestido el espacio de la moda ya no es sólo metafórico o alegórico (aunque lo sea sin duda en su más amplio sentido: “ir a la moda” implica estar en el presente mismo de la vida). Ocurre que el espacio de la moda (y vuelvo a referirme al vestido) posee un lugar obvio, el de su propia encarnadura. El espacio del vestido es el lugar del cuerpo. O a la inversa: ¿es el cuerpo el lugar del vestido? A través de esta dialéctica imposible retornamos a la desnudez. ¿Hay algo más metonímico, más literal que las formas de la hoja de parra transmutadas en el diseño de un biquini? ¿Hay algo más metonímico, más literal que la camiseta y el pantalón vaquero ajustado que describió Ana Rossetti en su poema “Chico Wrangler”? La fusión entre tiempo y espacio, entre alegoría y símbolo, entre metáfora y metonimia (en suma, entre todos los lenguajes posibles), resulta fascinante en el análisis de la moda. Pues en efecto: si la moda nace hacia los siglos XIV y XVI, con la aparición de las ciudades, del capital financiero y del mercado capitalista, con la configuración del nuevo estado y de la nueva guerra, con la aparición de lo privado y lo público, el rastreo de las huellas de la moda como hecho histórico nos lleva a una última contradicción inesperada: la relación íntima entre la guerra y la moda, como dos extremos de la racionalidad capitalista.

3.- Una contradicción a cuya ambigüedad acabamos de aludir: fijémonos en el nuevo diseño de la hoja de parra, es decir, en la moda del biquini femenino a partir de los años 50, en los comienzos de la guerra fría. Es un ejemplo básico de la relación entre metáfora y metonimia, entre alegoría y símbolo. No olvidemos que la guerra fría arrastraba los golpes terribles de la segunda guerra mundial y su final atómico, arrasador, las bombas sobre Hiroshima y Nagasaki. M. Duras escribió luego una hermosa historia de amor y muerte sobre el tema, en el guión para la película “Hiroshima, mon amour”, dirigida por Alain Resnais. Pero había más: la guerra fría comenzó a alcanzar su primera cima cuando sólo los americanos poseían la bomba. La conferencia de Estocolmo en los años 50 a favor de la paz fue impulsada sin duda por la URSS, pero fue a la vez asumida por miles de demócratas y de personas de izquierda de todo el mundo que se movilizaron contra el peligro del exterminio total que la bomba implicaba. Althusser ha descrito esto magníficamente ya desde el prólogo de Pour Marx. No olvidemos que la bomba había sido lanzada sobre Hiroshima con connotaciones afectivas y sentimentales que enternecían: el bombardero B‐27 que la arrojó llevaba el nombre de Enola Gay, el nombre de la madre del piloto. Pero también, aparte de este símbolo conmovedor, latía por debajo una alegoría básica: ahora somos nosotros los que mandamos. Sólo que había algo más: aunque muy pronto los rusos también tuvieron su bomba, y así la posibilidad de guerra entre los “grandes” de entonces se enfrió, sin embargo existía un pequeño archipiélago, las Islas Marshall, en la Micronesia, donde ya desde 1946 los americanos solían hacer sus pruebas nucleares y posteriormente —como se descubrió en los años 50— pruebas de una bomba aún mayor, la de hidrógeno, la que haría estallar todo por los aires. Como quizá también se sepa, en aquellas islas perdidas, pero siempre en llamas, había una isla en forma de atolón que tenía un nombre muy específico: el atolón de Bikini.

No hacía falta ser muy imaginativo para asociar la alegoría del poder de los estallidos del atolón de Bikini con el símbolo estallante del biquini femenino en las playas. E incluso podríamos ir más allá y hablar de la aparición masiva del top‐less (y no sólo en las playas sino también en la “pasarela”) lo que nos obligaría a hacer un desvío hacia Nietzsche. Si Nietzsche desconcertó a la filología al decir que la filología es siempre hermenéutica, atrapamiento de sentidos, y que el problema era cómo y bajo qué reglas se establecía ese sentido (o ese sinsentido) de los textos, sin embargo los senos femeninos hicieron tambalear a su vez todos los planteamientos nietzscheanos en torno al sentido estético. Nietzsche tuvo que enfrentarse a su propia filiación, a su tradición neokantiana de la estética, a la definición de lo bello como lo no‐práctico, como la finalidad sin fin, al tener que admitir que los senos eran a la vez algo bello y práctico. Creo que habría que preguntarse si todos los elementos del cuerpo no son bellos y prácticos. Pero quedémonos por el momento con la perplejidad antikantiana de Nietzsche y retornemos al ejemplo anterior. Puesto que el biquini femenino es un término o un diseño que no sólo funciona como metonimia directa sino como metáfora o alegoría de algo verdaderamente brutal y siniestro. Y aquí entra todo el negocio del inconsciente imaginario de la moda. Dado que la alegoría metafórica de la moda/muerte tendría una vez más un subsuelo concreto, un símbolo específico: los dos sentidos del término (Bikini isla / biquini ropa) hablaban de pruebas, de estallidos, de llamas, de arder juntos o de destruirnos juntos. Se me podrá decir: una vez más la cuestión del Eros y Tanatos de Freud, la pulsión de muerte y la pulsión de vida fundidos en este imaginario de la moda. Sin duda. Pero lo que me atrae es la retórica ambigua de los signos, como diría Barthes. Por un lado la metonimia directa del diseño del biquini sobre el cuerpo; por otro lado la alegoría global sobre el estallido del deseo simbolizada en concreto en el estallido de las bombas sobre las islas Bikini. Si la racionalidad capitalista necesita producir y reproducir continuamente, si necesita consumir lo que produce para producir algo nuevo, no cabe duda de que la guerra y la moda son los dos extremos de tal proceso de renovación continua del mercado.

4.- Sólo que la ambigüedad del biquini simbolizaba y alegorizaba algo más: las libertades occidentales y la supuesta liberación del cuerpo de la mujer y de sus colores individuales y democráticos frente al mundo gris y glacial de la monotonía del Este. Hoy que el Este no existe sabemos que las guerras se inventan (como en el Golfo) o se prefabrican (como en Los Balcanes). Pero las dos grandes guerras del siglo XX tuvieron otro significado: la primera guerra mundial se hizo para que los monopolios se repartieran la Tierra; el resultado de la segunda guerra mundial implicó la unificación de los monopolios en ese capital único que hoy llamamos mercado‐mundo. Si la segunda guerra mundial y su prolongación en la guerra fría supuso el auge del escaparate del supermercado (o de los “grandes almacenes”), de los objetos “felices” como el frigorífico, el televisor o el automóvil, el auge de los cuerpos felices bajo la minifalda, las medias de colores y el “sexo, drogas y rock‐and‐roll”, la primera guerra mundial produjo también efectos decisivos en la moda. Todos los trabajadores estaban en el frente de trincheras asoladas por las ratas y los gases en la línea entre Francia y Alemania como lugar más visible. Las fábricas se habían quedado vacías. Las mujeres tuvieron que llenarlas: sobraban los pelos largos y las faldas largas. Como le escribió Lenin a Kautsky, cuando éste votó los presupuestos de la primera guerra mundial, el lema “trabajadores del mundo, uníos” se había convertido en el lema “trabajadores de todos los países, degollaos”. Los pobres siempre pierden las guerras, y las condiciones de las mujeres y de los niños en las fábricas textiles de Inglaterra y de Europa habían sido miserables al extremo. Pero ahora se trataba de que las mujeres se enfrentaran con las grandes industrias pesadas, con las grandes maquinarias de la industria de guerra. Como digo, se acortaron las faldas, incluso se impusieron los pantalones y el pelo tuvo que cortarse al máximo para no estropear el engranaje de esas máquinas y así trabajar más cómodas. Por una vez la moda se impuso desde abajo. En el posterior mundo feliz de los años 50 el biquini y la minifalda fueron también eslóganes publicitarios establecidos desde arriba, como en cualquier otro cupo de moda (no dudo de que empezara a haber ya una cierta liberación de la mujer), pero el caso de la primera guerra mundial fue mucho más decisivo: ese hecho de que la moda se impusiera desde el trabajo más grasiento y más sucio. El modelo se había invertido. Y así en los bellos y malditos años 20, como los llamaría Scott Fitzgerald, las chicas de arriba adoptaron esa fórmula de las de abajo, una fórmula que se duplicó con el signo de una de las primeras marcas realmente mágicas en el mundo de la moda: la de Coco Chanel (“—¿Dónde me pongo su perfume?, —Dondequiera que la besen”). Cuatro cuplés españoles de esa misma época de los 20 nos certifican los cuatro signos básicos de la nueva fórmula de la moda: el “Hay que ver” (que pertenece a una zarzuela: La Montería, del maestro Guerrero), la chica a lo “garçon”, la chica “rodillera” y la chica, digamos, “liberada”. El primer texto es de un tono irónicamente serio que se limita a constatar los hechos: “‘Hay que ver mi abuelita la pobre/ las ropas que usaba... / Hay que ver / las faldas que hace un siglo llevaba la mujer/ Creo yo/ que de una de esas faldas salen lo menos dos...”. El segundo texto está empapado en toda la frivolidad de los 20: “Soy la garçon, con / el pelo cortao / Soy la garçon con / con el pelo ondulao / Soy una chica bien/ soy una mujer chic/ y parece mi cara/ talmente de biscuit...”. El tercer texto es casi profético: “Rodillera, rodillera / que ayer fuiste tobillera/ pero al paso que tú vas / seguro acabarás / siendo muslera / muslera y algo más...”. El cuarto texto es quizá el más significativo por lo que supone de imagen de mujer “libre” que hace con su cuerpo lo que quiere —o puede— y por la precisión enumerativa de sus prendas de moda. El cuplé es de 1929, con letra de Durán Vila y Boixades y música de Azagra. Dice así: “La chica del 17 / de la plazuela del Tribulete / nos tiene con sus ‘toilettes’ / revuelta la vecindad...”. ¿Qué toilettes son esas? La canción lo explicita espléndidamente: “La chica del 17 / gasta zapatos de tafilete, /sombrero de gran copete/ y abrigo de petit‐gris./ Los guantes de cabritilla, / medias de seda con espiguilla,/ pues viste la chiquilla/ como en París...”. París era aún, desde luego, la ciudad luz de la moda pero también el símbolo de las vanguardias artísticas, de las vanguardias democráticas y por supuesto de la libertad femenina. Así que cuando las vecinas murmuran “de dónde saca / pa’ tanto como destaca”, y ella responde “La que quiera coger peces/ que se acuerde del refrán”, bajo las líneas del cuplé se nos está entreverando una vivencia histórica a punto de explotar. Algo así como el deseo y el anuncio de un cierto descaro de libertad republicana. Incluso el zapato de tafilete compensa de algún modo la pérdida —relativa— del fetichismo del tobillo y del zapato (que siempre fascinó a Buñuel) de la “chica rodillera”. De cualquier modo, el hecho básico es que con estas cuatro muestras constatamos hasta qué punto a lo largo de los años 20 del siglo XX fue cuando la moda empezó a convertirse realmente en moda. Es decir, siguiendo el modelo masivo de la dialéctica producción‐consumo‐reproducción. Por supuesto que siempre seguiría existiendo el referente de la alta costura y de las tiendas “pijas” o “chic”. Y por supuesto que seguirían rigiendo las grandes marcas: Courrèges, Saint‐Laurent, Versace, Armani y desde luego Christian Dior: las mujeres visten como Dior manda, se decía en los años 50. Sin darse cuenta lo siguen haciendo hoy pero de otra manera. Puesto que en los años 60 ya se había vuelto inevitablemente necesario (económica e ideológicamente) masificar la moda. Fue la moda pop o la llamada moda joven de los años 60 y 70, en donde actuó un curioso doble juego de acción/reacción: la desaparición progresiva de la conciencia de clase del proletariado industrial implicó la aparición de castas urbanas “plebeyas” a las que imitaban las “patricias” (ya desde finales de los 50, como señala Hobsbawm), y el hecho de la cultura pop americana extendiéndose por todos los sitios (incluso el hippismo como reacción al Vietnam y a la ciudad), junto con la primera presencia masiva de la juventud femenina en la calle, todo esto hizo que, por ejemplo, 1965 fuera el primer año en que la industria de la confección femenina de Francia produjera más pantalones que faldas (para la mujer). Y la contraposición falda vs. pantalón había sido el único signo fijado realmente desde el comienzo del mundo burgués. Esto es un hecho tan sintomático que necesitamos analizarlo aparte.

II.

Pues aquí es donde comienzan a jugar una serie de elementos claves. De entrada la diferencia entre la mirada medieval y la burguesa. Evidentemente la historia de la moda se puede transformar en otra historia de la mirada y por ello conviene especificar. La diferencia obvia entre las cuatro miradas medievales (la literal, la alegórica, la moral y la anagógica) se funden de hecho en dos, la literal y la alegórica. Así lo hemos visto en Manrique (yo soy como aquel Lucifer que intentó igualarse con su Señor: el yo soy es lo literal, Lucifer es lo alegórico), una relación que aparece de continuo en Ausiàs March (yo soc com aquell...) y su diferencia absoluta con la mirada burguesa que ya es plenamente literal (sobre todo la relación ojo/cosa) pero que se bifurca también, en el caso de la moda, en literal y estética en un sentido muy preciso: el vestido comienza desde el Renacimiento (o ya en las Cortes del XIV) a configurarse dentro de la estructura definitiva que hemos conocido. La moda como la forma de hacer visible/invisible no sólo al cuerpo sino a lo eidético del cuerpo, a las formas del deseo podríamos decir, a sus efluvios o magnetismos. Y así tenemos que recurrir de nuevo a la correlación con el arte de la guerra. Esta recurrencia jamás es gratuita, puesto que la guerra, decimos, supone el otro extremo álgido de la racionalidad capitalista, la establecida en el ritmo aludido de producción‐consumo‐reproducción. La guerra de mercados se convierte siempre en bio‐política: hoy el mercado alimenticio, el mercado genérico, la destrucción de África, etc. son cuestiones de carácter letal en nuestro mundo cotidiano. Pero es que esa guerra de mercados se desdobla inmediatamente en la guerra propiamente dicha.

Y así podríamos decir que el cambio histórico se resolvió en la llamada Guerra de los Treinta años, que en la práctica ocupó por entero el siglo XVII. Indudablemente esa guerra supuso el triunfo básico del capitalismo sobre el feudalismo y a partir de ahí todo empezó a cambiar. Por supuesto que el tiempo/espacio burgués había comenzado a instaurarse ya, como decimos, en el siglo XIV, la encrucijada en la que nacimos todos. Las necesidades materiales de comer, beber, vestirse, trabajar o fornicar habían mantenido intactas sus relaciones de existencia (cada una a su modo y con sus modas relativas) en el esclavismo y en el feudalismo. Ahí las relaciones sociales estaban muy fijadas y los signos o las signaturas de las cosas también eran fijos. A partir de esa encrucijada clave del XIV‐XVI hubo un vuelco pleno, también en la moda. Esbozábamos que comienza quizá con el diseño de las ciudades y con la aparición de la dicotomía entre lo privado y lo público. Los palacios privados de los grandes Señores (nobles o burgueses) implican una inclinación a ser como la Corte pública. Se imponen las sedas y las especies (sin eso no hubiera existido tan pronto América), se impone que los banqueros se disfracen de caballeros, se impone el lujo y la ostentación por todas partes, tanto que para no quebrar en sus inversiones exteriores, los ricos florentinos se dedicaron a invertir sólo en su propia ciudad (ahí está el secreto de la belleza de esa Florencia única, la que provoca el llamado “Síndrome de Stendhal”) Pero se produce sobre todo una cosa: la pérdida de la fijeza del sentido de los signos. Por un lado el lujo y la ostentación eran poder, por supuesto, pero asombraban porque sus signos cambiaban, se transformaban. Quizá el primer gran testimonio del símbolo de la moda lo tengamos en las Coplas del propio Jorge Manrique: “¿Qué se hizo el rey don Juan?/ ¿Los infantes de Aragón, qué se hizieron?/ ¿Qué fue de tanto galán? / ¿Qué fue de tanta invención/ como truxieron? / Las justas y los torneos,/ paramentos, bordaduras/ y cimeras, / ¿fueron sino devaneos?,/ ¿que fueron sino verduras/ de las eras? // ¿Qué se hizieron las damas, / sus tocados, sus vestidos,/ sus olores?/ ¿Qué se hizieron las llamas/ de los fuegos encendidos/ de amadores?/ ¿Qué se hizo aquel trovar,/ las músicas acordadas/ que tañían ?/ iQué se hizo aquel dançar,/ aquellas ropas chapadas/ que traían?”.

Por supuesto que estos versos se han comentado miles de veces y aún podrían comentarse más, pero dejando al margen la evidente contextualidad política del asunto, no cabe duda de que la larga y fabulosa enumeración de Manrique, con esos paramentos, bordaduras y cimeras de los hombres, con esos tocados, vestidos y olores de las damas, las llamas del danzar y del trovar de los amadores, con las ropas chapadas que traían, todo esto, digo, no son más que desdoblamientos enumerativos, y desde luego como señal de asombro, a partir del dístico definitivo que lo explica todo: “¿Qué fue de tanta invención/ como truxieron?”.

Invención (en cierto modo una vulgarización de la retórica latina: inventio, dispositio y elocutio), ese nuevo sentido de invención, digo, resulta ser la palabra mágica. Invención para Manrique indica aquí algo muy similar a lo que nosotros vamos a entender desde entonces como moda. La invención, lo nuevo, lo inesperado en juegos, bailes, damas, caballeros, armas y vestidos. Ya no es un ubi sunt tradicional (aunque las Coplas intenten enmarcarse ahí) sino algo mucho más fantástico, la constatación de un hecho casi inconcebible antes: el hecho de poder inventarse los signos indicaba ya un primer resquebrajamiento en las signaturas fijas del feudalismo. Y la moda jamás hubiera aparecido sin esa pérdida básica del sentido de las signaturas. A partir de aquí muy pronto cualquiera podría llevar el traje de un noble y no ser noble o el traje de un rey y no ser rey, y eso desde los banqueros a los cómicos.

Pero sin duda el primer gran vuelco en la constitución de la moda del vestido (ese vuelco que hemos dicho que quizá comienza a difuminarse en 1965) lo indica la aparición, por las mismas fechas de las Coplas de Manrique, de una línea divisoria básica: el establecimiento definitivo del pantalón para los hombres y de las faldas (de diversos tipos) para las mujeres. Más que de una moda (puesto que esa división entre pantalón y falda no va a cambiar) habría que hablar de una forma de vestir y de sexualizar. Pero el hecho es inapelable: el cuerpo del hombre se dividió en dos, entre el jubón de arriba y las calzas que moldeaban las piernas masculinas (incluidas las braguetas ostentosas del tiempo de Carlos V). ¿Por qué el pantalón masculino en el mundo occidental, algo que no ocurrió jamás en el mundo musulmán? Plausiblemente tengamos que recurrir de nuevo a la aparición de las ciudades y a la transformación del arte de la guerra. En las ciudades era más cómodo ir con pantalón para los que andaban por las calles públicas —los hombres—, mientras que la falda era más cómoda para las mujeres —privadas, las que habitaban preferentemente las casas—. La transformación del arte de la guerra supuso la progresiva desaparición de la caballería en favor de la infantería. Un soldado de infantería con faldas no puede caminar deprisa y resultaría engorroso luchar. Claro que a la mujer también se la parte en dos: se procura resaltar lo que Nietzsche había llamado sus partes bellas y prácticas: los senos y las caderas. Pero evidentemente, como dijo el Arcipreste de Hita, para “las anchetas de caderas” —lo eran casi todas entonces— la falda era mucho más cómoda que el pantalón. Es curioso cómo esta frontera sexual y social entre la falda y el pantalón se va a ir desdoblando progresivamente en todas las variantes de moda dentro de lo que hemos llamado la mirada literal y estética de la burguesía. Y esta doble mirada, esta moda que trata de hacer visible el poder magnético de los cuerpos, las formas del deseo, aunque venga desde arriba ya no es algo propio de la aristocracia (la nobleza lo podía y lo veía todo) sino que se va a ir deslizando como una serpiente a través del inconsciente burgués, que sin embargo sí que tiene sus reglas y sus límites: el deseo más que en un deseo de los ricos se convierte en un deseo magmático de las clases medias.

Represión e incitación al deseo, como señaló Foucault, dentro del familiarismo burgués, de su perversidad silenciosa. Pero ¿y en la Corte? Sin duda la Corte se ha separado del Estado (tanto que Luis XIV tiene que decir: “El Estado soy yo”, prueba inequívoca de que ya no lo era), pero ocurre otro hecho básicamente sintomático. Si la Corte siempre había sido perversa respecto al poder (como se ve en Maquiavelo y Shakespeare) lo había sido a propósito de la cotidianidad del poder, de su lucha por él y por mantenerlo. Ahora que ya no tiene poder, la Corte (o las Cortes) sólo puede jugar dentro de sí misma, y lo sintomático es que exista un trasvase entre la perversidad del deseo del familiarismo burgués y la perversidad del deseo en las relaciones cortesanas (o de cada palacio privado): no es extraño así que Laclos hable de “relaciones peligrosas” y que Sade introduzca la filosofía en el boudoir, en el dormitorio, como nueva norma o código del deseo. La moda y el deseo se trasladan al interior, pero siempre con el referente de la guerra. Si la guerra, ahí afuera, no es aún de exterminio sino sólo de campos de batalla (digamos Waterloo), si existen los grandes pensadores militares (digamos Clausewitz), sin embargo el trasvase entre interior y exterior es continuo entre la familia del dinero y la Corte de los linajes y la sangre, así como entre la imagen del deseo y la imagen de la guerra. No cabe duda de que todos los teóricos burgueses del Contrato Social (desde Hobbes hasta Rousseau, desde Locke hasta la paz perpetua de Kant) tratan de legitimar la relación entre los individuos y el sistema para entregar su soberanía. Pero se contrata esa entrega de soberanía al Estado precisamente para evitar la guerra de todos contra todos y conseguir la paz. Las teorías del “contrato social” no son más que un índice de lo que venimos señalando desde el principio: la guerra es el extremo básico de la racionalidad capitalista entre producción‐reproducción‐consumo. Y el consumo es, obviamente, el elemento clave para la moda. Sin la renovación continua el capitalismo no puede existir. Y así el sobrevalor que se extrae a la fuerza de trabajo en el capitalismo es retomado en parte bajo la forma de consumo: ese es el espejo genial de los colores de Benetton y del supermercado de cada esquina. Por el contrario el sobretrabajo que se extraía en los países del Este se involucraba en el Estado y de ahí el gris y la falta de moda y de escaparates en aquellos países. Sólo la moda de los misiles era intercambiable. Y esto iba a ser decisivo; el mundo capitalista se convertía con ello en el refugio de la moda como mirada estética.

Pues habíamos dicho que en el XVIII se inventó otra palabra mágica: la estética, la teoría de la belleza. Pero esa belleza no jugaba ya sólo en torno a su supuesto eje central (la proporción geométrica “reactualizada” desde el efebismo helénico). Pascal hablaba del espíritu finesse, de finura o agudeza, y del espíritu de geometría como claves de cualquier conocimiento. Yo creo que también como clave del conocimiento de la moda. Pero la nueva Norma estética se jugaba en torno a otros dos ejes básicos: por un lado la relación dialéctica entre inocencia y perversidad. Esto fue decisivo y estalló por todas partes, no sólo en Sade. Pero a la vez se jugaba en torno a los reglamentos de la dialéctica entre lo natural y lo artificial. Sin esos dos núcleos dialécticos, inocencia y perversidad por un lado y lo natural/lo artificial por otro, la Estética no hubiera podido legitimarse. Eso es obvio, y siempre se pone como ejemplo la moda del jardín inglés: tan artificialmente elaborado que parecía pura naturaleza, mientras que Versalles suponía una moda cartesiana perfectamente geométrica: cada trazo del jardín dibujado a cordel, con sus paseos, sus fuentes y —aquí la sorpresa— sus laberintos. No hablo de los jardines barrocos españoles, como el de Soto de Rojas (prohibido y cerrado y abierto para pocos), no hablo de la moda negra española, del negro del XVII, aunque no puedo olvidar el poema de Manuel Machado a nuestro Rey Felipe que Dios guarde, “siempre de negro hasta los pies vestido”. Pero vuelvo a Versalles porque la perfecta geometría de los jardines implica la posibilidad del laberinto y el laberinto supone siempre perversidad. Lo que se llama “rococó” francés o es perverso o no es nada. Laclos y los libertinos, puntillas y encajes, la feminización del vestido masculino desdibujado entre pelucas, maquillajes y lunares. Es curioso: cuando la Corte, decimos, se empieza a tambalear, se interioriza. Cuando la Corte quiere ser ostentosa ante el ascetismo de las ropas de los Estados Generales, la Corte se derrumba. Y al derrumbarse la Corte sólo quedan la fábrica y la casa: los nuevos ejes claves de la moda.

Sólo que la fábrica se convertirá en monopolio y la casa en pasarela. Hoy, a través de la televisión y el supermercado. Ayer, entre 1858 y 1860, la pasarela comenzó a establecerse en casa del modisto, en la atmósfera de lo que se llamó Alta Costura o costura de creación. Así, en el imaginario de la moda, es básico el hecho de que el modisto inglés Ch. F. Worth abriese una casa de modas con los primeros pases de colecciones de temporada con maniquíes vivas. Inesperadamente la muñeca vestida se había transmutado en la muñeca mágica, que andaba y sonreía. Y hasta podía hablar, y de hecho hablaba con su cuerpo. Los famosos salones literarios o los salones de arte que tanto habían fascinado a Diderot, se transmutaban ahora en salones donde el cuerpo salía del cuadro o donde las muñecas del dormitorio se transfiguraban en mujeres destellantes. Las muñecas/máquinas o falsamente vivas, que tanto habían impresionado en el XVIII y principios del XIX, se habían convertido ahora en un sueño real. La aristocracia, los ricos, los artistas de fama acudían a esos salones de la moda para tener el sueño al alcance de la mano. Es curioso que, mientras tanto, los gremios de sastres artesanos alemanes (sobre todo los exiliados en Inglaterra) fueran quizás los que más impulsaran a Marx desde la Liga de los Justos, luego en la Liga de los Comunistas y finalmente en la configuración de la Primera Internacional. Los sastres artesanos y la alta costura empezaban a chocar. El vestido dividía a la sociedad en dos mundos, esos dos mundos que Marx ya había anunciado en el Manifiesto. Hasta la posguerra de la primera guerra mundial (que fue el verdadero fin del s. XIX), hasta esos años 20 que hemos descrito, la moda no empezaría a “plebeyizarse”, surgiendo realmente desde abajo. Y obviamente la fusión entre las marcas o el diseño de creación y la gran industria produjo el prêt‐à‐porter, la verdadera moda, a partir de los años 50 del siglo XX. Una moda que ya no se centra hoy en Londres o París sobre todo, ni siquiera en Italia o en Nueva York o Tokio, sino que carece de centro: es global como el Imperio actual del mercado‐mundo (1).

III.

A partir de aquí podemos ya desglosar una serie de enunciados básicos en el análisis de la moda:

1) Podemos decir que la moda es el símbolo mismo, la plastificación absoluta, de la circulación del capital como mercancía “fetichizada” en tanto que cuerpo. Pero a la vez como relación entre capital constante y capital variable: la moda es la lucha por ese matiz variable. La obsesión inconsciente por “estar al día” es la clave de todas las prácticas sociales y de todas las prácticas discursivas: la filosofía y la literatura de hoy no son más que efectos planos de ese reflejo de la moda. De ahí la platitud de su escritura.

2) Hemos hablado de producción‐consumo‐reproducción: evidentemente el consumo implica esa circulación ostentosa del dominio del monopolio sobre los cuerpos. Las marcas de diseño están inscritas en el monopolio, que es el que extiende la pasarela de exhibición y que de ahí se traslada a las relaciones cotidianas: si no das la imagen exigida por la moda estás perdido.

3) Evidentemente a la vez este capital monopolista está dividido en segmentos que lo refuerzan, segmentos a través de los cuales se hace visible. Quiero decir la importancia de las marcas (sin las marcas la moda vaquera, que también nació desde abajo, sería mercantilmente imposible), la marca, digo, es lo que otorga un sentido estético o único a lo que, sin embargo, es normativo y masivo. Digamos la marca Nike o Adidas en deporte, digamos las marcas italianas o francesas en la pasarela del vestido.

4) El capital juega, pues, a través de la moda, no sólo con el cuerpo sino con el deseo desdoblado. Por una parte se crea y se materializa el deseo flotante (todo el sexo está en la cabeza —y aún en la mirada inconsciente— diría Freud al respecto) y por otra parte el deseo concreto. Me atrevería a llamarlo spinoziano: todo lo que ocurre en la mente ocurre por afecciones del cuerpo; no sólo se piensa con el cuerpo sino en el cuerpo. Es curioso cómo dos pensamientos materialistas (el de Freud y el de Spinoza) son aprovechados por la magia del capital. Sin el deseo flotante de Freud y sin el cuerpo concreto de Spinoza la moda no existiría como valor ideológico. El monopolismo capitalista es genial en este sentido de absorber todas sus contradicciones e incluso de resolverlas introduciéndolas en su interior y sacando beneficio de ellas. Efectivamente: a través del instante de la pasarela, entre iluminaciones (como diría Rimbaud), entre epifanías o transparencias veladas (como diría Joyce), entre relámpagos del ser (como diría Heidegger), de lo que se trata es de configurar la unión entre el deseo flotante y el deseo concreto. Desde este punto de vista el poder capitalista de la imagen de la moda es de una inteligencia pasmosa.

5) Con más matices incluso: puesto que no hay prácticas sin ideología (ni ideología sin prácticas), la práctica ideológica de la moda implica nada menos que una imagen del mundo. La pasarela como representación del mundo, el cuerpo y el vestido como dobles de sí mismos, como espejos nítidos de sí mismos en el continuo pasar y repasar de lo virtual a lo posible y de lo posible a lo virtual. En esa circulación que aparece y desaparece, la mirada literal y la mirada estética del deseo tratan de fundirse a la vez que se evaporan en la pasarela.

6) Esa presencia que se evapora en la pasarela es el fetichismo de la moda que luego va a plasmarse en el prêt‐à‐porter, en el supermercado con sus tallas y sus rebajas, con sus bulimias y sus anorexias. Diríamos que el trabajo vivo que se exhibe en la pasarela se difumina en el trabajo muerto de los esqueletos de la moda colgados en ristras y sin cuerpo (salvo a veces el maniquí) en los supermercados. Pero ya son, pese a todo, como almas perdidas que solicitaran un cuerpo. El cuerpo amigo de las rebajas o de cada temporada: otoño/invierno, primavera/verano, etc. Y el cuerpo que consume se consume hasta llegar a ese alma que cuelga y que lo espera para ser habitada, como esperaba Cenicienta. Una vez más el deseo flotante del consumo, ese deseo flotante de Freud, se mezcla con lo más concreto: el vestido del escaparate o la imagen de las ristras de tallas que darán (al cuerpo que compra) un alma nueva, un new look, una nueva presencia. “La dolencia de amor que no se cura/sino con la presencia y la figura” es el verdadero deseo de todos nosotros, los consumidores de la moda. Otra vez más la ilusión de hacer visible lo eidético de nuestro cuerpo, nuestra alma no ya sólo en la piel, sino en la piel de la ropa.

7) Evidentemente es ahí donde comienza a hacerse visible el fetichismo de la mercancía. En la mezcla entre la Alta Costura y el prêt‐à‐porter, en la conjunción entre el deseo flotante y el cuerpo concreto, en el paso desde el monopolio a la pasarela y de la pasarela al gran mercado donde todo se hace posible.

8) Es verdad que se ha discutido mucho este problema del fetichismo de la mercancía. Pero creo que el propio Marx lo dejó claro como el agua. Pongamos el ejemplo básico de la camiseta masculina: ya he recordado antes como el hombre desnudo más sexy en Usa fue Marlon Brando con la camiseta sudada en Un tranvía llamado deseo; pero suele olvidarse que cuando Clark Gable, en una película sin mayor importancia, al quitarse la camisa apareció con el torso desnudo y sin camiseta, la venta de camisetas descendió hasta límites increíbles. El monopolio trabaja sobre el fetichismo de la mercancía/cuerpo, y sólo sobre eso, en el caso de la moda. Los problemas del fetichismo resultan obvios, sin embargo, puesto que el fetichismo parece remitirnos a una etapa anterior, a un mundo semifeudal, a las aludidas “reminiscencias teológicas” (digamos la Semana Santa sevillana o el Rocío), unas “milagrerías” que están en esta época, sólo que no son de esta época laica, que carecerían de valor real en nuestro tiempo. Pero aunque es obvio que el fetichismo de nuestro tiempo ha cambiado radicalmente de signos, no cabe duda de que la mercancía genera su propio fetichismo, sus propios signos. En especial a través de la línea de sombra que se configura en torno a la fusión entre deseo flotante y deseo concreto: algo que puede condensarse en un cuerpo, en un frigorífico, en un automóvil o en una tarjeta de crédito. La pasarela de la mercancía “pasa” por todos esos fetiches.

9) Lo que ha causado problemas (por ejemplo para Althusser) es más bien una cuestión epistemológica: el hecho de que (aparentemente al menos) Marx en El Capital, analice en efecto el fetichismo antes que el proceso de la mercancía. Lo cual parece separar la mercancía del fetiche. Pero en realidad lo que Marx hace es mostrar cómo los economistas clásicos ingleses estaban tan obsesionados, tan fetichizados por la mercancía, que no la veían como un proceso sino como un hecho casi natural. Lo que Marx hace, pues, es analizar el fetichismo de los economistas ingleses y luego el largo proceso de producción de mercancía. No niega que la mercancía genere su propio fetichismo, sino que señala así hasta que punto los propios estudiosos de la mercancía estaban fetichizados por ella, como muchos estudiosos de Lorca están fetichizados por Lorca. Y no cabe duda de que el lorquismo, el albertianismo, el borgismo, etc. son hoy mercancías “de moda” fetichizadas al máximo. O de otro modo: el fetichismo no es más que el signo del inconsciente ideológico en nuestras relaciones de mercado, centradas sobre todo en la circulación del capital en forma de mercancía. Así la celeridad de la aparición/desaparición del fetiche: la desaparición del spot publicitario, del videoclip, de los tipos de mensajes por internet o las continuas mutaciones de las normas del vestido. La moda, como su propio nombre indica, o es mutación, movimiento, cambio o no es nada. Y mucho más la moda masiva (no me refiero a los “casos exclusivos”) del vestido, pues ahí el fetichismo consiste, como esbozábamos, en que el cuerpo se haga para el vestido y no el vestido para el cuerpo. Y sin embargo debo remitirme al primer gran modelo de fetiche establecido a partir de un cuerpo desnudo sobre un tejido de color rojo. El modelo venía de las llamadas “pin‐up” que los soldados norteamericanos colgaban en sus campamentos en la segunda guerra mundial. De ahí nació la idea del famoso calendario de Marilyn Monroe, que compró Hefner por un puñado de dólares y que constituyó el número cero de Play Boy. Hefner consiguió comprar y publicar el calendario por esos dólares que pidió prestados, acá y allá, a amigos y familiares. Al cabo de poco tiempo, y tras el éxito del calendario, Play Boy se convirtió en una revista que cotizaba en Bolsa y los prestamistas se hicieron millonarios. El cuerpo/mercancía había llevado hasta el extremo lo que era propio de las otras revistas de moda: la imagen y la escritura jugando con el fetichismo de un desnudo de mujer. Pero lo importante es que ese desnudo se destaca sobre colores, sobre ese fondo rojo que semeja otra manera de ir vestida. Si el diseño es fundamental (por ejemplo la serie de Picasso El pintor y su modelo), el juego de colores y de tejidos pigmenta la moda, le otorga su sentido, lo mismo que la pigmentación de la piel se convierte en un fetiche racista y clasista: de ahí la división entre sangre roja y sangre azul, la división entre pobres y ricos, según el color de la piel, como fetiches también de la división de clases. ¡Qué más fetichismo asombroso que la pervivencia de la sangre azul, ese color que jamás ha existido en la sangre! ¿Qué mayor fetichismo que el arco iris del escaparate de los grandes almacenes...? De cualquier modo, en ese arco iris monopolista, en ese juego de colores y tejidos, en el laberinto de la inocencia y la perversidad, de lo natural y lo artificial, llegamos a una conclusión obvia. El capitalismo monopolista no sólo supone la incitación al deseo sino que juega con una imagen mucho más decisiva. Esta imagen: el deseo se fabrica.

Más que como ostentación, la moda masiva de hoy se configura no sólo como la fábrica del “deseo del deseo del otro” sino como la fábrica del “hambre del hambre del deseo”.

IV.

Así llegamos al final. Habíamos comenzado con la hoja de parra y terminamos con la chica del calendario. Convertida ya en el sex‐symbol máximo, ahora ya no es Norma Jean quien se fotografía sobre una tela roja para resaltar su desnudo, sino que es Marylin Monroe quien reafirma ese mismo desnudo/mercancía con un matiz inequívoco: Hollywood la ha construido tan bien que ya no necesita resaltarse bajo un fondo rojo, sin que, por el contrario, es ella misma (su propio fetichismo) quien hace resaltar al perfume, al Chanel no 5 que es lo único que se pone para dormir. Un perfume quizá excesivo, quizá demasiado ostentoso, pero sabemos de sobra que la vulgaridad ha estado siempre serpeando por el look de Hollywood. Aunque acaso Marylin al elegir ese perfume francés quisiera sólo aureolarse con un poco de tinte refinado, el mismo que posiblemente buscó al liarse con los dos hermanos Kennedy o al casarse con Arthur Miller, el escritor que luego la destrozaría en su obra Después de la caída.

Pero esta es otra historia, aunque sea la misma: la historia de la moda no es más que la historia de nuestras vidas bajo el proceso de la mercancía. Y la necesidad de procurarnos nuestro propio fetichismo, nuestra propia aura, para darle una pátina a la oscura mercancía que somos. De ahí la ridiculez del “pavo real” en el mercado, sobre todo en el mercado intelectual de los lenguajes prefabricados. Y eso que nuestro lenguaje/saber produce plusvalía relativa, es decir, genera valor en la explotación del trabajo especializado, un valor que el sistema reabsorbe de inmediato. Y así surge la última contradicción: en este sentido concreto de “mercancías”, de cuerpos o lenguajes explotados, el aura de la moda aparece como un signo básico de seducción/alienación, de dominio con o sin fisuras. Se puede decir así que la moda es la nueva alma de los cuerpos o los lenguajes, pero sin duda también un arma para el lenguaje y el cuerpo: la Norma constante se puede romper a través de sus contradicciones variables, a través de la resistencia, de la potencia de las vidas explotadas. Y a partir de esas brechas crear otros tipos de subjetividades propias y de subjetividades en común. Aunque en realidad —y eso es obvio— la resistencia o el contraataque frente a la explotación de los cuerpos, de los lenguajes y de las subjetividades, no se juega en la pasarela (que se convierte luego en el espejo de la cotidianidad) sino en el omnipresente poder de los monopolios sobre las mismas relaciones cotidianas. Y si, como dice Negri —y como sabemos todos— el Imperio global domina la bomba, domina el dinero y domina el éter de las comunicaciones, entonces ¿qué hacer? ¿De qué libertad, de qué lenguajes, de qué deseos o de qué subjetividades estamos hablando? Quizá sólo queda una vía: la resistencia o la alternativa implica el no desglobalizarnos, no “aldeanizarnos”, sino luchar por el control de la globalización para intentar transformarla a nuestro favor.

Pero esa apuesta, como la apuesta pascaliana por lo casi imposible, sí que es mucho más difícil que el lenguaje de la moda y “a la moda”.

(Notas):

(1) Un Imperio que (frente a la ambigüedad de Negri y Hardt) sin embargo claro que está centrado política y militarmente: exactamente en USA, como es obvio.

Fuente: 'Literatura, moda y erotismo: el deseo', Juan Carlos Rodríguez, Ed. de Asociación para la Investigación & Crítica de la Ideología Literaria en España, Los libros de Octubre. Granada, Noviembre de 2003.

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